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Ana María Tomás

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LA VIGA EN EL OJO AJENO

Dice una frase del evangelio que el ser humano tiende a ver la paja en el ojo ajeno y pasa olímpicamente sin darse cuenta de que lleva una viga en el propio. Sin embargo, hay una situación concreta, entre otras muchas, en las que ocurre totalmente lo contrario, vemos la viga en el que tenemos enfrente mientras estamos seguros que nosotros sólo llevamos pajillas. Me refiero a nuestra presencia física. Hay un chiste que explica claramente mi teoría, cuenta que una señora esperaba, por primera vez, en la consulta de un dentista cuando se fijó en el nombre del título que estaba colgado. De momento recordó a un muchacho alto, moreno y guapo que tenía el mismo nombre y que era compañero en su clase de la universidad treinta años atrás. Se preguntó si sería el mismo chico del que ella estaba secretamente enamorada. Pero después de verlo en el consultorio rápidamente desechó ese pensamiento. Era un hombre de poco pelo, canoso, su cara estaba llena de arrugas y se veía muy mayor. Sin embargo, al terminar la consulta, le preguntó si se trataba del mismo chico que ella recordaba. Él contestó entusiasmado que sí y que por qué se lo preguntaba. Ella le explicó: “porque estabas en mi clase”. Entonces, el feo, calvo, arrugado, gordo, barrigón y decrépito, le preguntó: “¿qué asignatura daba usted, profesora?”.

La verdad es que después de conocer este chiste, me voy a cuestionar muy mucho cuál será mi aspecto físico y cómo me verán los demás, porque hasta ahora, cuando me encontraba con amigas de la infancia, siempre salía ganando. “Hay que ver lo mayor que está fulanita”, “Joder, qué desmejorada está menganita, si parece mi madre”. Sí, sí, mi madre… Y no es que la vanidad nos juegue una mala pasada, no, simplemente tenemos unas dioptrías diferentes para mirar de lejos y de cerca, y aunque nos levantemos haciendo guiños al espejo, le metemos mano a la salud del bote y salimos a la calle como una fragata de guerra dispuestas a comernos el mundo, viéndonos como éramos, fijando en la mente una imagen que ni con photoshop conseguimos mejorarla.

Triste o afortunadamente, nunca se sabe, seguimos sintiéndonos las niñas, las chicas llenas de juventud y de sueños que éramos hace años y les explicamos a nuestros hijos quiénes eran las chicas con las que nos encontramos por la mañana cuando íbamos con ellos. Y ellos, llenos de asombro, nos dicen: “pero mamá… ¿qué estás diciendo? ¡chicas! si son viejísimas”. Y, claro, las criaturas ignoran que con semejante afirmación acaban de triturarte la autoestima porque resulta que las mencionadas chicas eran amigas de tu hermana que tiene cinco años menos que tú. Y te vas, como un cohete, al espejo, te miras, por un lado, por otro… estiras un poco la piel hacia las orejas… sonríes… y terminas justificando: “Claro, es que ellas están muy castigadas y nunca se han cuidado. No como yo que aparento quince años menos. Por lo menos…” Y, recompuesta -a la fuerza ahorcan- la autoestima, sales triunfante del cuarto de baño. Y es que, claro, las arrugas, la vejez, vienen a ser como la muerte, siempre les ocurre a los otros. Y aunque, de vez en cuando te asalta la frasecita famosa de Agatha Christie: “Cásate con un arqueólogo. Cuanto más vieja te hagas, más encantadora te encontrará”, en realidad tú lo que piensas es en mandar al arqueólogo a las ruinas más cercanas y pegarte un homenaje con el primer darek que se te cruce en el camino, porque en palabras de J. Renard: “La vejez existe cuando se empieza a decir: nunca me he sentido tan joven”. O sea… pajitas en el ojo… y nada más.

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