Hace unos días, haciendo zapping, me encontré con un programa en donde una periodista hablaba con la madre de una niña que parecía salida de una galería de horrores -la niña, la niña- y ésta, o sea, la madre, le decía a la periodista que la niña en cuestión quería uñas como sus amigas ¿uñas..? ¿ha dicho uñas? me pregunté. Así que, dejé el mando y me preparé para lo peor. Y no me equivoqué. La pobre niña era una réplica en pequeño de esas otras chicas que se exhiben como carnaza en los concursos de belleza y que no aspiran a leer más que las etiquetas de los cereales para comprobar si entran dentro de las calorías que están dispuestas a consumir al día. La criatura llevaba los pelos artificialmente cardados, las cejas depiladas, los ojos con más pintura que una puerta, y unas ropas, y unos andares que podrían competir con la puta más exquisita de la mejor de las casas de señoritas de moral distraída. La periodista, muy en su papel de tirar de la lengua intentando no mojarse, imagino que reprimiendo las ganas de darle de yoyas al esperpento de madre –tendrían que haberla visto, con dos rayajos de cejas y ejerciendo de madame- le preguntaba: “¿pero no será malo para la niña eso de ponerse uñas de silicona?”. “Pues sí -decía la paya- porque hay que limar las suyas enteras para poner encima la pasta de silicona… y luego pueden salirle hasta hongos, así que… pues yo no se lo voy a permitir”. Pues… menos mal.
El reportaje no tenía desperdicio. Había que ver el certamen, -en República Dominicana- donde salía elegida reina una de esas infelices. Tenían que verlas en el escenario exhibir lo que consideraban habilidades, pero, sobre todo, había que ver a las mamás: unas se escondían bajo la silla para que la nena no se pusiera nerviosa y desplegara todo su glamur, otras, por el contrario, iban cantando al ritmo de sus hijas como si de un play-back se tratase y les indicaban mediante gestos cómo debían moverse.
El que sea una suerte que este tipo de eventos no se realicen en Europa no nos exime de culpa por permitir que semejante atrocidad se perpetre en otros lugares del mundo. El director de cine Jonathan Dayton, dirigió en el 2006 una deliciosa comedia dramática titulada “Pequeña Miss Sunshite” en donde, con un sorprendente guión y un no menos sorprendente desenlace –se la aconsejo-, se aborda este tema. Normalmente, los padres intentamos proteger a nuestros hijos todo lo que podemos, sin embargo, aunque pueda parecernos increíble, los hay que no sólo no los protegen de esa vaciedad pre-burdelaria, sino que los incitan y los exponen a ella en un afán absurdo de proyectar sus propios frustrados sueños de ser… reinas de papel de aluminio.
La pequeña lloraba la víspera de la elección, decía estar cansada y harta de los ensayos y lloraba el día de la elección porque no había sido elegida. Las madres de las destronadas aludían a un clarísimo tongo al no haber sido elegidas todas y cada una de sus hijas. Terrible manera de mostrar a las niñas un ensayo de las posibles frustraciones que les deparará la vida. Máxime cuando las propias madres son incapaces de digerir sus propias incompetencias.
Decía el inconmensurable Omar Jayam: “…Cuando desees que una noche definitiva caiga sobre el mundo, piensa en el despertar de un niño” Pero qué nos queda si las propias madres se convierten en el hombre del saco y nos roban los niños y sus sueños de infancia.