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Ana María Tomás

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LAS UVAS DEL PARITORIO

 

Mi sabia abuela solía decir que, cada vez que una mujer paría, la muerte pasaba por debajo de la cama. Afortunadamente, hoy, parir, no sólo es lo más natural del mundo, sino que la mortalidad, por el hecho de traer hijos a este superpoblado planeta, ha desaparecido. Evidentemente, en este nuestro querido Primer Mundo. Nada que ver con nuestras hermanas africanas, por ejemplo, a las que previamente se les practicó la ablación en evidentes y nefastas condiciones higiénicas.

Bien. Aceptemos como animal de compañía que hoy parir es de lo más normal del mundo, claro está, porque quienes parimos somos las mujeres. Hace mucho que el ser humano se habría extinguido si fuesen los machotes del sexo fuerte quienes tuviesen que abrirse en canal para traer vástagos a esta tierra. Aceptemos que ir a un paritorio es un privilegio del que no siempre somos conscientes y agradecidas. Agradecidas por saber que allí encontraremos profesionales especializados en partos que nos ayudarán en las posibles dificultades que puedan surgir; que estarán ahí si hacen falta y que, si pintan lo mismo que una zambomba en un velatorio, se irán a tomar viento fresco. Pero, señores míos… la Vida, maravillosa ella, se empeña en sorprenderme cada día… Imagino que ustedes, como yo, verían unas imágenes absolutamente almodovarianas por esperpénticas, o kafkianas por lo insólito e incomprensible de la situación. Me refiero a unas imágenes en un paritorio en donde una mujer paría, hecho en sí sólo comprensible por otra mujer que haya parido. En su entrepierna, el bebe naciendo y alguien con mascarilla, menos mal, atendiendo ese momento. Pero… y aquí viene la cosa, a su alrededor unas tres elementas, no tengo ni idea de si eran comadronas, enfermeras, pediatras… o algo por el estilo (vamos, no creo que fueran limpiadoras), pero, desde luego, deberían ser necesarias en ese momento y lugar, se manducaban las uvas de la suerte. ¿Cómo lo ven?

Probablemente, muchos de ustedes me dirán que no pasa nada, que no es la cosa para tanto. Y, bien mirado, podría ser así, pero yo pregunto ¿era tan necesario, importante, imprescindible… comerse unos granos de uva al son de unas campanadas? O, mejor: si fuese usted quien estuviese con los dolores del parto o su hija o su mujer ¿le parecería correcto que, quienes se suponen que son unos profesionales en la materia, se pasaran su profesionalidad por el mismísimo y se dieran a un jolgorio tan insustancial? O, todavía mejor: si fuese una de las Infantas, actrices de moda -pongamos Penélope Cruz-, o política importante quienes estuvieran de parto ¿se permitirían esas elementas la fantasmada de comerse las uvitas a su alrededor?

Les aseguro que sé de lo que hablo: mi primer hijo nació en Nochebuena. Los primeros dolores comenzaron a las cinco de la mañana de ese día. Y yo estuve todo el día con unos dolores a los que pensé que no iba a sobrevivir. El niño quería nacer pero mi organismo se lo impedía no alcanzando la dilatación necesaria. Tras catorce insufribles horas y viendo que el bebé daba síntomas de no estar bien, decidieron practicarme una cesárea. Yo, que estaba más muerta que viva, me quejaba de lo mal que me encontraba, pero, al parecer, el ambiente típicamente festero no estaba como para admitir muchas quejas y entre risas -que jamás olvidaré- las ¿enfermeras? se permitieron comentar: “Sí, sí, muy mala ahora… pero hace nueve meses no lo estaría tanto”, fue lo último que escuché antes de que el sopor de la anestesia me arrebatara de allí.

Probablemente, esto sea un ajuste de cuentas con el pasado que siempre vuelve. Tal vez sea un grito absurdo y rebelde por la sumisión de tantas muchachas inexpertas, que cuando se ven en la tesitura de parir se lanzan, sin red, en las manos de quienes creen que las salvarán de lo insalvable. Y no, esto no es una vomitona contra los profesionales, que sé y me consta que son muchos,  que, pese a estar jodidos por trabajar en días que a todos nos apetece tener de asueto, saben anteponer a la persona, al ser humano sufriente que tienen ante ellos, a cualesquiera circunstancia festivalera.  Pero, si esas elementas -que son la excepción que confirma la regla-, que sabían que estaban siendo grabadas por la cámara del padre de la criatura, no se murieron de vergüenza o indignidad al verse en las pantallas de todas las televisiones españolas, merecen, al menos, el repudio público y social. Sobre todo, incluso por encima de su mala praxis, por ser mujeres. Probablemente no estaría escribiendo esto de haber sido hombres quienes lo hubieran hecho… La falta de empatía a la hora de ciertos dolores femeninos puede entenderse, si no disculparse, en el hombre, pero ¿en una mujer…? Todavía quedan mujeres que no se han enterado de que todo lo que hagan a otra, sea bueno o malo, correcto o incorrecto, lo hacen al alma femenina de todos los tiempos.

 

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