Como diría aquel hierático humorista llamado Eugenio: “¿Saben aquel que diu…?” Se estaba hundiendo un crucero inmenso y el capitán del barco salta el primero a una lancha de rescate. Un marinero le dice: “Pero, capitán, que todavía quedan mujeres a bordo. Y él le contesta: “Sí, sí, paechar un polvo estoy yo ahora”. Pues esto que parece un chiste, ha sucedido igualito, igualito, en el accidentado naufragio ocurrido frente a la isla de Giglio con elCosta Concordia. Y eso que la causa no fueron los elementos, como ocurrió con la Armada Invencible , sino una chulería, una ineptitud, una torpeza del propio capitán que, una vez que la hizo buena -es decir, mala-, salió de allí como el que se quita avispas del culo.
Bien es verdad que en el curso para Capitán de Barco no hay detectores de cobardes y, más allá de esa caballerosa norma que asevera que el último que abandona el barco es el capitán, a todo capitán se le supone un mínimo de valentía, de honorabilidad, de esfuerzo por no dejar salir al cobardica que, de alguna manera, todos llevamos dentro. Pero… este hombrecico, llamado Francesco Schettino, para hacerse capitán de crucero debió ver mucho aquella famosa serie de “Vacaciones en el mar”, en donde todo salía siempre a pedir de boca y los únicos contratiempos que ocurrían eran en la cena de gala con el capitán por no tener la temperatura perfecta la sopa de langosta.
Dicen que son las ratas las primeras que abandonan el barco cuando se hunde. Imagino que esa máxima la sabría también el capitán del Costa Concordia, pero no debió importarle. A falta de caballos, que troten los asnos, dice nuestro refranero y eso debió pensar él o, quizá, pensó en otro que escuché en italiano en las noticias del telediario que venía a decir, más o menos, que capitán que huye no se ahoga.
Ahora bien, asumiendo que todos somos héroes y cobardes; ovejas y lobos; Dr. Jekill y Mr. Hyde… y que, dependiendo de sabe Dios qué extraños resortes, dejamos salir a uno u otro, el problema de realizar una heroicidad o una miserable acción va más allá de las vidas que eso pueda llevarse por delante -que no es poco-, y hasta del peso que se pueda arrastrar para siempre en el saco de la conciencia -si es que se tiene, cosa que pongo en duda-. El problema es que, tanto los cobardes, los lobos o los Mr. Hyde, de turno tienen padres, hermanos, esposas, hijos… a los que salpican, de manera distinta pero más vergonzante y dolorosa, la cobardía o indignidad realizada por los autores. Dicen que el triunfo tiene muchos padres, pero el fracaso es huérfano. Es posible que el fracaso sea huérfano, pero el “fracasado” no lo es.
Ignoro si su madre prefirió la alegría de ver a su hijo vivo a la de saber que había dado la vida por la de otros, en cumplimiento de su deber. Yo sí sé lo que preferiría, como también creo saber lo que haría mi hijo y, desde luego, no sería salir corriendo. Pero cuando contemplo las caras de dolor y de vergüenza de algunos padres por las fechorías de sus hijos -hace unos días se me caía el alma a los pies al ver las de los padres de Urdangarín- no puedo dejar de preguntarme si, de alguna manera, los padres son, somos, los responsables de ese frágil equilibrio interior entre esos capitanes de tierra, mar y aire que dan la vida por sus hombres y esos otros franchescos que los abandonan, sin pudor, a su suerte; entre las teresas de Calcuta -desprendidas, generosas, altruistas- o los muchos urdangarines -ambiciosos, avarientos, vividores- .
Dice Gustavo Adolfo Bécquer en uno de sus poemas: “Como se arranca el hierro de una herida/ su amor de las entrañas me arranqué/ aunque sentí al hacerlo que la vida/ me arrancaba con él.” Es posible que un amor despechado, decepcionado o traicionado entre una pareja pueda arrancarse de las entrañas. Pero el amor que profesan los padres a los hijos es imposible arrancarlo de las entrañas sin arrancar estas a la vez.
Los padres, pobrecillos, aunque todos pensemos que qué culpa pueden tener, la verdad es que en el fondo -y en la superficie- se sienten responsables y avergonzados de las acciones poco loables de sus hijos, aunque el amor, caritativo siempre, les permita paliar su dolor con excusas tan peregrinas como la que argumentaba aquella madre al explicar la mala suerte que había tenido su hija: el marido le había salido cornudo. Sí señor. Con un par…