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Ana María Tomás

Escribir es vivir

IMPEDIR EL PASO

 

 

Las amigas lloraban histéricas, presas de impotencia, gritaban y sacudían a los sorprendidos transeúntes intentando conseguir de ellos la ayuda, más bien el prodigio que, evidentemente, no podían proporcionarles. Apenas cuarenta y cinco años entre las tres y el mundo acababa de venírseles encima. Rápidamente la gente que pasaba por allí comenzó a rodear el cuerpo de la joven que, inconsciente en el suelo, manaba sangre por todos los orificios de su cabeza. El chico se había llevado la mejor parte: sentado sobre la carretera, se lamentaba del intenso dolor en su pierna, pero aparentemente no había más daño que la rotura que podía apreciarse a simple vista. Claro, que él sólo había recibido el impacto del coche contra la moto y, a pesar de la velocidad, hasta había sido capaz de caer al suelo, como un moderno centauro, sin separarse de su moto. Ella, en cambio, había salido volando por encima de ambos vehículos para estrellarse con su cabeza sobre el asfalto y rebotar, como una muñeca rota, varias veces hasta quedar tendida, quieta y cubierta de sangre.

 

Las amigas todavía estaban despidiéndose de ella en la puerta del pub cuando la sonrisa dio paso al más desgarrador de los gritos. Cómo era posible que hubiese ocurrido aquella desgracia, si el recorrido entre uno y otro pub era estúpidamente un par de kilómetros, en un viaje tan corto es imposible que pase nada…  Si además hubiesen llevado el casco… o respetado el límite de velocidad…  Claro, que la culpa la tenía el conductor del coche que había girado a la derecha sin indicar la maniobra, por mucho que él dijera que la culpa la tenía la moto por adelantar por la derecha. Qué importaba en ese momento, cómo podían pensar en sacudirse culpas cuando ella estaba allí, muriéndose a chorros. Porque, a pesar de sus pocos años, no se les escapaba la gravedad del accidente. Las amigas le acariciaban el brazo y la cara con el reverso de la mano y la nombraban con infinita ternura mientras lloraban desconsoladamente y pedían a gritos una ambulancia. Sabían que no debían moverla y no sólo no la movieron, sino que impidieron que ningún metido a salvavidas pudiese tocarla de manera incorrecta. Asumieron la responsabilidad de acompañarla hasta las urgencias más próximas y la de comunicar a sus padres el suceso.

 

Llevan tres semanas rezando porque se produzca el segundo milagro, el primero era el de la vida, pedían vida para ella a cualquier precio, por encima de todo: de circunstancias, de forma, de modo… egoístamente vida, no importaba que padres y profesores les explicasen que, de salir con vida, probablemente, ya no volvería a ser nada como antes puesto que los daños en el cerebro eran tremendos; ellas estaban convencidas de que Dios había oído sus oraciones y la había salvado ¿por qué no podía seguir escuchándolas y devolverles a su amiga tal y como era? Ahora más que nunca no podían darse por vencidas.

 

Y mientras en la UCI, no sólo una joven de quince años, sino otros muchos chicos luchan denodadamente con la muerte como consecuencia de sus irresponsables actuaciones cuando salen de marcha, por primera vez, la DGT lanza una campaña centrada, sobre todo, en motos. La verdad es que hay que decir en su favor que ha intentado de diferentes maneras evitar accidentes: con anuncios terroríficos y escalofriantes, con historias tiernas, con sablazos al bolsillo… Quizá no estaría de más que Tráfico estableciese  alguna excursión (con prima por asistencia) a las urgencias de cualquier centro sanitario los días de fiesta, les aseguro que no es comparable con ningún anuncio televisivo cuyo fin sea el de impresionar al personal, y puede resultar mucho más didáctico, aunque nada como conocer o tener algún vínculo con alguien de los que allí se encuentran.

 

Entretanto, incorporemos una plegaria más (o una dosis extra de energía para quien no sea creyente), un nuevo hilo capaz de tejer una sutil tela de araña que impida el paso de la muerte para llevarse promesas de vida no cumplida.

 

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