“Me ama./ Me sigue a todas partes/ y besa cada arruga/ que el tiempo, inclemente,/ deposita, como muescas, en mi cara./ Me deja que elija/ caminos o veredas/ aunque él conozca el mejor paso. / Espera impaciente,/ cada día,/ mi vuelta del trabajo/ y adivina, nada más verme,/ si viene melancólico mi espíritu,/ perdonando, al instante, mis desaires./ Confío en él/ de tal manera,/ en su amor… tan fiel y tan constante,/ que pondría mi cuello ante la daga/ sin dudarlo/ ni un instante. Cuando me mira desde el fondo de sus ojos,/ tan negros,/ me pregunto… por qué el hombre no podría/ tener/ el alma de los perros”. Este poema pertenece a mi último libro de poemas Miradas Cómplices y, como ya habrán podido comprobar, el amor incondicional al que me refiero es al de mi perro.
Nunca me gustó demasiado tener mascotas en casa. Quizá porque en mi niñez mi casa era lo más parecido a un albergue de gatos y perros. Mi madre los adora, al igual que su padre, mi abuelo, al que no conocí, pero que siempre era citado por su mujer como “el hombre de los quince perros”. Sí, sí, han leído bien: ¡Quince! Cuando salí de casa de mis padres para casarme andaba más que hartita de llevar siempre pelos en la ropa y aguantar los clásicos aromas ambientales que los animales domésticos proporcionan, por mucha higiene y lejía que gastes.
Pero la Vida me regalo un hijo y dos hijas calcados a su abuela y a su bisabuelo que durante mucho, mucho tiempo, me pidieron tener un perro en casa. Yo aguanté el tipo hasta que hace seis años, por circunstancias que no vienen al caso, bajé la guardia y acepté que un pequeño bóxer de veinte días viniera a nuestras vidas. Le llamamos Monty. Y todas mis predicciones sobre que quien tendría que cuidar a Monty sería yo, se hicieron realidad. Monty era el juguete de todos, pero fui yo, desde el primer momento, quien se encargó del cachorro: vacunas, visitas al veterinario, salidas, limpieza, comida. Y Monty, entre lametazos y recogidas de caca, me descubrió el potencial de amor perruno que, como mi madre y mi abuelo, yo también tenía.
Mis hijos, por estudio o trabajo volaron fuera del hogar, pero mi Monty siempre estaba conmigo y junto a mí, con ese amor incondicional que tienen los perros y que no varía aunque engordes, envejezcas, tengas mal humor o los dejes largo tiempo solos. Cuantas veces saliera de casa, otras tantas me hacía las fiestas al volver a verme… Me miraba como ahora mismo lo está haciendo: con unos ojos a los que sólo les falta hablar. Si estoy triste pasa a mi lado repetidas veces, como si quisiera barrer lejos de mí lo que me aflige. Es mi compañero de soledades y alegrías, mi cómplice de horas de escritura, mi camarada de guisos y cocina, mi guardián de senderos montañosos… Lo es y lo ha sido, aunque dentro de muy poco deje de serlo: un vehículo llamado mastocitoma, con una metástasis generalizada lo arrancará de nuestra presencia, que no de nuestros corazones, para llevarlo a un lugar lleno de árboles y mangueras fluyendo agua. Estoy segura de que el cielo de los perros será así.
Soy consciente de que este artículo sólo puede ser comprendido por quienes experimentan por sus mascotas un amor… llamémosle franciscano, que traspasa la animalidad para llegar a una conexión inexplicable, marcada por la ternura, la lealtad, la alegría y el afecto incondicional que solo ellos saben proporcionar.
Mi perro siempre fue mucho más que un perro. Se metió en nuestras almas y no puede marcharse sin llevarse un trozo de las mismas. Como Alberto Cortez dice, en una preciosa canción, “Digo nuestro perro porque lo que amamos lo consideramos nuestra propiedad”.
Lo miro mientras aparto de mi pensamiento el instante en que, para que no siga sufriendo, tengamos que dormirlo para siempre. Pero sé que llegado ese momento se dormirá llevándose en su retina las miradas de toda su familia y sintiendo sobre sus heridas carnes la caricia y el amor de los de su propiedad.
P.D. Al publicar este artículo, Monty ya no está con nosotros. Pero sí este precioso requiem escrito por mi hija:
“Hoy es un día muy duro para mí, mañana cuando me levante será la última vez que Monty pueda rascarnos en la puerta para despertarnos, que nos bese para que nos movamos de la cama y que, si no es así, se quede a los pies de ésta hasta que decidamos levantarnos. Ha sido mi Monty de las galletas, mi Montydoplus, mi gordo. Estos años nos ha demostrado ser el más fuerte de todos, nos ha dado lecciones de lealtad, obediencia, respeto y sobretodo nos ha dado amor, mucho amor, tanto, que por ello hemos decidido parar su sufrimiento para continuar el nuestro sin él.
Ha luchado como un toro, herido y sin fuerzas pero con energía para defenderte de cualquier peligro que te acechara pero ya no puede más y quiere dormirse para siempre.
Invariablemente a nuestro lado, fueras donde fueras. Estuviera despierto o dormido se levantaba diligente para seguirnos. Esta vez será al revés, donde él “vaya” nosotros iremos y si existe el cielo estará al lado de San Pedro con sus viejas llaves colgando entre sus dientes preparado para abrirnos las puertas”