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Ana María Tomás

Escribir es vivir

MI GENERAL

 

Mi general, David Petraeus, disculpe que, pese a su dilatada trayectoria militar, no haya sabido hasta este momento quién era usted. Ahora sí, ahora lo veo abrir mil telediarios y centrar la información en los periódicos. Lo veo sonriente, acorazado de condecoraciones y posando en fotos con mujeres tan dispares como su legítima y su biógrafa, que ha sido, al parecer, más que quien ha contado su vida, quien se la ha alegrado durante algún tiempo.

El problema, mi querido General, es que los seres humanos somos posesivos y, si bien la señora Paula Broadwell, su biógrafa, no sentía celos de esa cándida rubia que tiene por esposa, capaz de colocarse dos vueltas larguísimas de collar -horroroso, todo hay que decirlo- sobre una camisa y chaquetita estilo Merkel, sí que sufrió un ataque de cuernos incontrolable cuando lo vio, en repetidas ocasiones, fotografiado con otra preciosa joven, por muy amiga de la familia que se diga que es. Y, claro, ese ataque le llevó a amenazar, a intimidar o a tocarle las narices -llámese como se quiera- a esa otra joven guapa que no dudó en poner el asunto en manos del FBI que ha puesto directamente el ventilador en el asunto. Ya se sabe cómo andan de moral, bueno, de doble moral, en su país. En el mío, un político se puede gastar seis mil euros del erario público en llamadas eróticas a chicas con un culo más peligroso que McGiver en una ferretería, que no pasa “na”.

Leo sus palabras de disculpas: “Todos cometemos errores. La clave está en reconocerlos y admitirlos”. Por favor, mi querido General, usted no ha sido más que Julio César, cuyo “biógrafo” -nada que ver con la suya-, el historiador Suetonio, notifica el gran número de mujeres que sedujo a lo largo de su vida: Postumia, esposa de Servio Sulpicio; Lollia, esposa de Aulo Gabinio; Tertulla, esposa de Marco Licinio Craso; Mucia, esposa de Pompeyo; Servilia Cepionis, madre de Bruto; Eunoë, esposa del rey de Mauritania; ¡Cleopatra! ¿cómo no?  una de sus relaciones más conocidas…etc.  Éstas certificadas por el efebei de la época, imagine las que desfilarían por su entrepierna sin certificar. Y, a todo esto, un tipo que había tenido la desfachatez de decir “Que la mujer del Cesar no sólo debe ser honrada, sino parecerlo”. Y, cómo él, otro muchos grandes generales que no sólo han sido amantes de mujeres, sino de hombres como, por ejemplo, Alejandro Magno. No, mi general. Su última batalla, o su batalla perdida por la que tenga que pedir perdón, no ha sido entre las dunas de unas sábanas de seda. Por lo que sí tiene que pedir perdón es por la destrucción y el saqueo de los museos y la Biblioteca Nacional de Irak. Ese sí que es un gran pecado. Allí se guardaban materiales de las antiguas civilizaciones de la Mesopotamia, incluida Sumeria, Akadia, Babilonia, Asiria, Caldea, Persía, Antigua Grecia, Imperio Romano… Allí había tablillas del Código de Hammurabi, probablemente el primer sistema de leyes del mundo; un rostro de piedra de una mujer de más de 5.500 años de antigüedad, y objetos que contenían la más temprana representación conocida de un ritual religioso. Por no hablar del incendio de la biblioteca en donde se perdieron manuscritos y libros desde el imperio Otomano hasta el presente. Eso sí que es para pedir perdón y de rodillas. Porque, al contrario que con la biblioteca, con los pozos petrolíferos sí que llevaron sumo cuidado.

Mi querido general, dice también en su disculpa que hay que “hay que aprender de los errores”, probablemente usted ya haya extraído la lección con todo lo que se le ha venido encima. Lo peor de estas cosas es que su esposa, por muy hortera que sea y por mucho que salga perdiendo comparándola con su amante, es que a ella no le ha quedado más remedio que aprender, y no de los errores que, personalmente, pueda haber cometido, sino de los que usted, mi dilecto Deivi, ha consumado. Que una cosa es que cada uno nos comamos nuestra propia basura y otra, bien distinta, no que invitemos, sino que obliguemos a otros a tragarla.

En fin, tampoco es cuestión de hacer leña del árbol caído. Digamos en su disculpa que ya se sabe que Dios otorgó al hombre dos cabezas, pero no la suficiente sangre como para regar ambas al mismo tiempo. Y aquí, como en otros muchos casos, está claro cuál de las dos se llevó la sangre.

 

 

 

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