Decía Gila, en uno de sus geniales monólogos que, cuando era pequeño, a los zagales de su pueblo les gustaba divertirse gastando bromas. Y contaba que, una vez, sustituyeron la cuerda de tender ropa por un cable de alta tensión. Y que cuando la Facunda fue a tender se quedó “electrocutá”. “Lo que se habían reído”, contaba. Contrariamente a lo que había ocurrido con el marido de la susodicha que se había “cabreao” un montón. “El tío asqueroso…, pues si no sirve para aguantar bromas que se vaya del pueblo” decía nuestro humorista y no sólo se quedaba tan pancho, sino que provocaba una sonora carcajada. Es verdad que el humor español nada tiene que ver con el británico, por ejemplo. Ni tan siquiera dentro del país provoca la misma risa un chiste en el norte que el sur. Por tanto, es comprensible que la enfermera hindú que creyó haber hablado con la reina del Reino Unido no entendiera la broma de la periodista que se hizo pasar por la abuela política de la novísima princesa. Como también es comprensible que, para nuestra mente, resulte del todo absurdo que la enfermera se haya suicidado incapaz de soportar la vergüenza de haber sido víctima de una broma.
Si vamos a bromas, vayamos a bromas: parece ser que por nuestro suelo patrio no solo tenemos el estómago ancho de narices para digerir cualesquiera tipos de bromas que nos echen, sino que también tenemos buenas tragaderas; vamos, que aquí por cosas bastante peores ni nos quitamos la vida ni pensamos en cargarnos al hijoputa que nos gasta la jugarreta de marras. Porque no sé si ustedes conocen las bromas -por llamarlas de alguna manera- que suelen hacer algunos periodistas a gente de a pie. Y no para sonsacarle información relevante, como en el caso de la enfermera del Reino Unido, sino por las buenas, sin razón aparente y, además, con la connivencia de algún familiar de la víctima, porque esas sí son víctimas. A algunas de esas… putadas las llaman “la prueba de la fidelidad” y consiste en llamar a un maromo que está recién casado o a punto de pasar por la vicaría. Al otro lado del teléfono se escucha una voz de mujer sensual, caliente, “porvocadora” (no, no hay error en que la erre esté después de la o; así con erre y no con ele) que le anuncia toda clase de placeres si se deja. Y al payo le falta tiempo para enumerar las piezas con las que piensa atragantar a la calentorra. A ver… ¡Por Dios, por Dios…! ¿a qué cabeza se le puede ocurrir probar la fidelidad de su chico? Eso ya, de entrada, es la mayor de las bromas, por no decir que es de juzgado de guardia. El resultado, en muchos casos, es como el del rosario de la aurora: cada uno por su lado. Pero nadie le suelta un estacazo a nadie, ni sujetos, ni objetos, ni cómplices, ni calentonas. Y, encima, tienen la desfachatez de llamar a “eso” broma.
Como otra broma que anda circulando por correos electrónicos y supermegateléfonos de un ascensor con trampilla lateral en donde se va la luz mientras que sale de la trampilla una niña caracterizada de muerta viviente y con una muñeca en las manos. Ni que decir tiene el pedazo de susto que se llevan los pobres del ascensor. Vamos, que alguno esta del corazón y es que le casca un infarto del copón. Sin embargo, incomprensiblemente, todos reaccionan absolutamente acojonados, llorando, gritando e intentando traspasar la puerta para salir aunque fuera volando por el hueco del ascensor. A nadie se le ocurre darle a la niña una patada que le vuele la cabeza, que bien podría suceder, y entonces que vayan a reclamar al maestro armero. Es que hay que tener muy mala baba, porque lo peor de esto es que el éxito de enviar estos vídeos está asegurado porque nuestro humor se desternilla ante el cague de los pobres incautos o ante la que se le avecina al “dejraciao” que no ha sabido pararle los pies a una mujer que supuestamente se muere por su osamenta.
Somos así, nos partimos de risa. Hacemos chistes de tragedias, de muertos, de atentados… Somos capaces de reírnos de un entierro bien compuesto. Por eso, quizá, no terminamos de entender que, al igual que los antiguos guerreros samuráis, alguien pueda quitarse la vida por el deshonor de haber sido incapaz de cumplir la tarea encomendada. Por mucho que para impedirlo haya bastado una simple y tonta broma.