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Ana María Tomás

Escribir es vivir

ULTIMO DIA DEL AÑO

Aunque, habitualmente, llegados a estas alturas del almanaque, el ser humano tiende a concentrar su atención en elaborar una larga lista de propósitos para el año siguiente, propósitos que, por otra parte, nunca llegan a realizarse ni siquiera parcialmente, yo me voy a permitir hoy sugerirles algo diametralmente opuesto a esa práctica: ¿por qué, en lugar de ese proyecto de propósitos, no centramos toda nuestra atención en hacer un barrido del año que está a punto de terminar? Eso sí, por favor, sea selectivo y exquisito en ese recuento.

Tome papel y lápiz, y comience a enumerar todas y cada una de las cosas maravillosas que le hayan ocurrido este año. Parece difícil, pero no escatime esfuerzo ni tiempo. Tome un calendario y su agenda, y comience a unir fechas y acontecimientos. No sea cicatero con usted mismo ni se centre en las grandes ocasiones. A veces, cuentan más los momentos en los que nos quedamos sin respiración que todos los demás en los que nos hemos bebido el aire a borbotones. Así que, si primero le vienen a la mente las grandes cosas, oblíguese después a anotar lo más sencillo y, probablemente, lo más valioso: la sonrisa de alguien amado un día cualquiera; encontrarse su comida favorita preparada; la mirada agradecida de un mendigo al que le regaló unas monedas, la ternura al acariciar a un bebé, o la fiel e incondicional capa peluda de nuestras mascotas. Piense, piense en los días de verano y de sol brillante, en aquel momento en que su suegro pareció perdonarle la vida definitivamente y lo aceptó como yerno. O el día en que perdió el trabajo y pensó que nada peor podría pasarle hasta que comprendió que sólo al perder el trabajo pudo ser consciente de cuánto era amado y de cómo su familia se desvivía por ayudar y colaborar, y que lo que parecía una pesadilla no era más que una necesaria reestructuración en la escala de valores. No olvide nada. Todo tiene su espacio y su lugar. Sobre todo las innumerables maravillas diarias a las que, por acostumbrados, se nos escapan como agua en las manos: saborear una fruta; poder ver un amanecer; sentir el movimiento de los pies al caminar (hay muchas personas privadas, desgraciadamente, de ese placer); tocar, palpar, acariciar; disfrutar de una puesta de sol; oler un tallo de tomillo o el café caliente preparado con amor; comprobar que basta un giro de la mano para que un chorro de agua caliente circule por nuestra espalda; regocijarse al encontrar un determinado correo en la pantalla del ordenador, tomarse unas cañas a la salida del curro, o comprobar que, aun sin oficio ni beneficio, no le falta un plato de comida caliente… ya sabe, cosas normalitas, como de andar por casa, de las que nos creemos con todo el derecho del mundo a poseer…

Olvídese de malvivir durante la semana, protestando por todo y anhelando que llegue el fin de semana, o  las fiestas, o las vacaciones, y comience a amar lo cotidiano que tiene y a disfrutar de toda esa serie de cosas que le repatean el hígado pero que, en el fondo, no son tan malas como nos empeñamos en catalogarlas. Y, si nos empeñamos en etiquetarlas así, recordar que los grandes filósofos las nombran como “maestros espirituales”. Y, como maestros, hay que ver cómo enseñan.

Regálese una amplia sonrisa ante el espejo y piense que, si bien nadie es dueño de su futuro, también es verdad que nada puede quitarle lo bailado o lo vivido. Así que déjese de proyectos como adelgazar, ir al gimnasio, leer más libros, visitar a la familia… et caetera, céntrese en la música de la vida y déjese llevar por el ritmo que suene en cada momento. Seguro que lo borda.

 

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