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Ana María Tomás

Escribir es vivir

MORIR DE DES-AMOR

Una de mis amigas acaba de perder al hombre que amaba. Este ha muerto. Las noches se le hacen eternas y solemos hablar por medio de ese invento del diablo llamado Whats App. En un momento determinado, me dijo que se moría de amor. Y yo le aseguré que nadie se muere de amor -tengo la conciencia de que si así fuera más de uno estaría criando malvas mucho tiempo-. Ella, entonces, apuntó que era posible que no se muriera de amor, pero sí de desamor. De igual manera le insistí en que tampoco, pero lo cierto es que estuve toda la noche, hasta que me rindió el orfidal, cavilando en nuestras palabras.

Amor y desamor, dos caras de la misma moneda. De esa moneda con la que un diosecillo, infantil y ciego, juega mientras lanza flechas amorosas a diestro y siniestro para dejarnos, después de heridos, al pairo de la dicha y desdicha, que, como todos los que amamos sabemos, conlleva a partes iguales el amor.

Pero… ¿qué puede hacer que andemos durante mucho tiempo añorando un amor que se fue? Y, cuando digo “se fue” no sólo me refiero a pasarse al otro lado de la Vida, sino a  los que se largaron con viento fresco buscando la frescura de otras carnes aunque éstas sean bastante menos frescas que las que abandonaron…? La nostalgia puede que sea un sentimiento poético, pero resulta mucho más peligrosa y paralizante de lo que nos creemos. Como nos recuerda su etimología, es un “dolor de regreso”: de nòstos que en griego antiguo significa regreso, y àlgos, dolor. Es decir, un viaje hacia atrás imposible, tanto si la causa es por muerte o por abandono.

Sin embargo, incluso sabiendo, aunque sea de manera inconsciente, que ese viaje es un imposible continuamos montándonos en esa nave hacia ninguna parte ¿por qué? Yo creo que porque idealizamos ese amor, esa relación; porque quedaron muchas cosas pendientes: palabras dichas que no debieron decirse nunca y otras que no se dijeron y que podrían haber cambiado el curso de las cosas. Porque se hicieron cosas que no se tendrían que haber hecho y porque otras, realmente importantes, quedaron en la recámara, como esas balas que nunca llegan a cumplir la función para la que fueron cargadas.  Y, lo peor de todo, es que el proceso de curación puede durar años y ni siquiera es seguro que se logre. Puede que, como yo le aseguraba a mi amiga, nunca muera de esa nostalgia que siente hacia su amado ausente, pero también es posible que jamás se cure de ese “regreso al dolor” que actualiza cada noche, o de ese desamor que experimenta venido de otros hombres.

Es verdad que no está en nuestras manos modificar acontecimientos que ya han ocurrido,  pero sí podemos darles un sentido distinto, por ejemplo, en lugar de pensar que ya no va a estar con nosotros la persona amada, recordar los mejores momentos vividos junto a él. Cambiar  ese solo pensamiento produce un sentimiento diferente. Los recuerdos gratos dibujan una sonrisa y esponjan el corazón mientras los dolorosos, sin posibilidad de cambio, tan solo producen un círculo vicioso de dolor.

Leyendo un fragmento de uno de los poemas de Jacques Prévert: “Mil años y mil más/ no pueden bastar/ para decir la microeternidad/ de cuando me besaste/ de cuando te besé”, una sabe, con total certeza, que unas palabras así susurradas a una mujer tienen la fuerza de conjurar el tiempo, incluso más allá de la muerte. Como sabe que una vez que se ha conocido a un caballo de carreras con pedigrí resulta muy difícil conformarse con un jamelgo. Pero las bondades del consuelo, entre amigas, me hace recordarle, en lugar de los versos de Prévert, las palabras de Facundo Cabral: “No perdiste a nadie, el que murió, simplemente se nos adelantó, porque para allá vamos todos. Además, lo mejor de él, el amor, sigue en tu corazón”. Y, aunque sea mentira que quiero decirle eso, al menos las palabras están tan cargadas de verdad, que no se nota que estoy estafando mis sentimientos.

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