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Ana María Tomás

Escribir es vivir

POBRES ABUELOS

Mi primer hijo, de pequeño, era un rabo de lagartija cruzado con alguno de canguro. No paraba quieto ni cuando dormía, cosa que tampoco solía hacer más que a horas alternas y con mucha suerte. No podía perderlo de vista ni un segundo. Vivía (bueno y sigo viviendo pese a sus treinta años) obsesionada con protegerlo de todos los peligros que lo acechaban y de los que él mismo era capaz de inventarse como, por ejemplo, encerrarse tras cualquier puerta que tuviera un pestillo. Casi me muero un verano en una casa alquilada de playa, ausente de protecciones para niños, cuando con dos añicos, tras apestillar la puerta de un dormitorio, salió al balcón e intentó encaramarse a él. Yo estaba sola y presa del pánico, o sea, incapaz de pensar. Un vecino desconocido hasta entonces y al que bendigo desde ese día, Jerónimo para más señas, sacó una escalera enorme, no sé de dónde, y trepó por ella hasta el balcón agarrando al pequeñajo, abriendo la puerta y devolviéndome a mi hijo y la mismísima vida que se me iba con la angustia de verlo en peligro.

Cuando se lo conté a mi suegra, su respuesta fue: “¿Te das cuenta, hija, de lo sabia que es la Naturaleza? Los hijos se tienen cuando también se tienen las fuerzas para cuidar de ellos. Los abuelos ya no estamos para tanto trote, ni mucho menos para tanta responsabilidad”. Confieso que, en aquellos momentos, no la entendí. Casi me pareció una elegante forma de darme entender que, pese al amor que le tenía a su primer nieto, no contara con ella para ciertos menesteres mientras mi madre aceptaba dicha responsabilidad con gozo. Pero, con el paso del tiempo, y, a medida que me voy acercando a la edad de poder tener nietos, la comprendo cada día más y mejor.

Es injusto, absolutamente injusto lo que estamos haciendo con los abuelos. Los investimos de una responsabilidad que sólo nos corresponde a los padres, sólo que, en este caso, para los abuelos no existen las contraprestaciones que tenemos los padres. Ellos sólo tienen obligaciones, responsabilidades y angustias múltiples pero no pueden decidir nada sobre la vida y milagros de los niños.

Claro que se los dejamos porque ¿qué sería de los padres trabajadores sin la incalculable ayuda de los abuelos? ¿Y qué sería de los niños? Que se lo pregunten a quienes no pueden contar con ellos. Que les pregunten cómo se devanan los sesos viendo a qué escuela de verano, guardería,  canguro, tía, vecina o amiga encuentran para colocarle a los críos mientras se curran las habichuelas.

Y claro que es cierto que toda la vida los abuelos han cuidado, criado, educado o maleducado a los zagales, pero desde una distancia prudente. Sin embargo, ahora, por trabajo o porque estamos muy estresados y los fines de semana también tenemos derecho a salir por ahí con los amigos y… los críos son un engorro… o porque no tenemos más remedio o porque la necesidad es imperiosa… a los abuelos, a los pobres abuelos les robamos el último aceite de su extinta lámpara y les impedimos que disfruten de una merecida senectud con la tranquilidad de disfrutar de sus nietos sin tener todo el tiempo el alma en vilo, sin el desasosiego de controlar a todas horas a un renacuajo que no hay huevos a tener quieto más de dos segundos. Les obligamos a ejecutar movimientos para los que sus huesos se niegan o resienten y, sobre todo, los condenamos a la amargura de tener que pagar culpas que no les corresponden.

Un grupo de mis amigas que  solía  reunirse una vez a la semana para disfrutar de una tarde de compras o café han tenido que eliminar dicho entretenimiento  porque sus hijas han parido. Ya ni siquiera pueden estar en sus casas porque eso conllevaría que tuvieran que sacar al bebé de la cuna a primeras horas de la mañana para llevárselos. Así que, ahí están ellas: madrugando a su vejez más que cuando tenían pequeños a sus hijos y saliendo de sus casas todos los días, aunque estén cayendo chuzos de punta, para cuidar de los nietos. Cocinando para hijos, yernos y nueras, muchas veces a la carta y sin reconocimiento alguno, como si fuera su obligación. Y perdiendo el último tren de contemplar una puesta sol, sosegados.

Eso lo tendrán… por supuesto, cuando sean incapaces de cuidarse de ellos mismos. Entonces, como hacemos con las naranjas cuando les hemos exprimido todo el zumo, levantaremos la tapadera del cubo de la basura y los lanzaremos a la distancia justa para que no nos salpique.

Pobres abuelos… qué generación más ingrata y egoísta les ha tocado.

 

 

 

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