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Ana María Tomás

Escribir es vivir

TACTO

El diccionario español define la palabra “tacto” como “habilidad, tino, acierto”, pero también como “sentido corporal con el cual se percibe y distingue la aspereza o suavidad, dureza o blandura, etc. de las cosas”.

Sin embargo, no especifica que el tacto es también nuestra forma de comunicación más primigenia, más íntima, más poderosa.

Hace tiempo, un par de fotos trajeron a primera plana la importancia del tacto y conmovieron al mundo. Una recogía la instantánea de un bebé de veintiuna semanas que estaba siendo operado en útero de su madre cuando, ante la sorpresa de todos, el diminuto bebé extendió un brazo por la incisión efectuada en la matriz y agarró un dedo del cirujano que estaba operando. La otra: el abrazo de dos hermanas. Dos recién nacidas, gemelas, puestas cada una en su incubadora. Una de ellas sin esperanza de vida. Y una enfermera que incumpliendo las normas hospitalarias decidió poner a las niñas juntas, entonces, la que estaba sana y fuerte abrazó a su hermanita regulándole con el calor de su cuerpo la temperatura y el pulso logrando estabilizar el ritmo cardiaco de la otra.

Después de esas fotos han venido otras imágenes: gemelos guipuzcoanos que, tras nacer y ser separados, en el momento que los acercan se agarran de las manos, o un niño australiano que, tras ser dado por muerto y colocado sobre su madre para que se despidiera de él, ante las caricias de ella comenzó a moverse poco a poco hasta volver a la vida. Son muchos los ejemplos sobre la importancia del tacto.  Lo hemos visto hace poco en Santiago de Compostela: vecinos que se responsabilizaban de los heridos rescatados y les cogían las manos mientras les acariciaban, como si con ese contacto les confirmaran que nada podría ocurrirles ya. El gran pintor Michelangelo Buonarroti, sabía muy bien que el tacto era una cuestión de vida o muerte. Cuando pintó a Dios tendiendo su mano a Adán, para el techo de la Capilla Sixtina, eligió, precisamente, el tacto para simbolizar el don de la vida. Y el evangelio está lleno de ejemplos en los que Jesucristo sana imponiendo sus manos.

Abrazamos y tocamos a nuestros hijos cuando llegan a la vida. Acariciamos las manos y el rostro de nuestros padres cuando la dejan. Incluso, cuando nos duele algo, nos llevamos instintivamente las manos a ese punto de nuestro cuerpo, con la clara constatación de que ese simple gesto nos alivia. Necesitamos, no sólo la presencia de quienes amamos, sino poder tocarlos como si con eso nos cargáramos de su benefactora energía y fuésemos capaces de retenerlos un poco más en su ausencia.

Ahora están absolutamente en auge los masajes. Masajes terapéuticos,  sexuales, deportivos, energéticos… etc. pero ya hace 2.200 años a.C. en un bajorrelieve de la tumba de Anj-ma-hor, sacerdote egipcio,  se muestra a un hombre sentado al que están dando una fricción de pies. Hipócrates, padre de la medicina moderna, ya en el s.IV a.C. mantenía que, entre los muchos conocimientos que debe poseer el médico, estaba la anatripsia, es decir, el arte terapéutico de frotar.

Decimos, sin ser muy conscientes de ello, que alguien nos ha “tocado” el corazón cuando es capaz de llegar hasta lo más íntimo de nosotros, pero nos quedamos ahí y no utilizamos la misma expresión cuando nos referimos al tema físico por mucho que la piel sea el órgano más grande de nuestro cuerpo: contiene millones de receptores; unos ocho mil tan sólo en la yema de un dedo, que envían mensajes a la médula espinal y de allí al cerebro a través de fibras nerviosas. El simple contacto de una mano en el hombro puede reducir la frecuencia cardiaca o bajar la tensión. Por tanto, no es de extrañar que incluso cuando una persona está en coma profundo pueda presentar cambios de ritmo del corazón cuando es acariciada con amor.  Es, por tanto, absolutamente entendible que nuestros hijos sanen de manera espontanea cuando, tras una caída, les recitamos el “cura sana, cura sana…” mientras los acariciamos. No está la magia en la fórmula que pronunciamos, sino el amor que infundimos en nuestras manos.

Entiendo que nuestra sociedad pese a ser “permisivíiisima” en muchas cosas, no lo es a la hora de dar manga larga a nuestras manos, quizá porque nosotros somos los primeros en tener un miedo atroz al tacto. Nos han inculcado –con algún fundamento- que un hombre “tocón”, más que un trozo de madera, es un pulpo. Y una mujer… una calentorra. Pero igual no estaría de más cerrar los ojos y extender las manos, como un ciego, no en previsión de a quien podamos evitar, sino de a quién podamos encontrarnos para dar una ración extra de tacto desde el corazón.

 

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