Confieso que, esta semana, escuchando las palabras y viendo los actos de reconocimiento que se han sucedido como homenaje a Adolfo Suárez, he sentido una especie de dicotomía: por un lado me han conmovido, por otro me han indignado profundamente, porque, si hay algo que me parece absurdo, además de tremendamente injusto, son los homenajes póstumos. La palabra póstumo siempre me sonó a “postema”, es decir, una especie de pus infecto que nos molesta en la conciencia y nos obliga a quitárnoslo, a sacudírnoslo de encima, a tranquilizar nuestras desmemoriadas memorias, intentando restañar un pretérito olvido, homenajeando a alguien cuyo valor debimos haber reconocido cuando todavía era capaz de escuchar nuestra palabra de ánimo, de sentir nuestro agradecimiento, de halagarse con nuestro reconocimiento.
Pero no. Da la sensación de que pertenecemos a una sociedad macabra y carroñera incapaz de valorar la “pieza” hasta que ésta deja de respirar y de sentir. Y sólo entonces se lanza en vuelo picado sobre el desaparecido para reflexionar acerca de lo importante que fue su vida, su obra, o el papel relevante que tuvo para nuestra sociedad, por no decir lo buenísima persona que fue. Esa es otra… Siempre me ha parecido incomprensible ese oscuro miedo, o ese falso respeto, a hablar mal de los muertos. Si mientras vivió fue una buena persona, es de ley reconocerlo, y no solamente después de haber dejado de ser persona, sino en vida; pero si se trataba de algún pedazo de cabrón… muerto, y bien muerto esté.
¿Por qué esforzar nuestras mentes en intentar encontrar algo bueno para enmarcarlo o pretender que actúe de lente microscópica de toda su persona? La sinécdoque está bien para la literatura, pero no para el ámbito humano. Sin embargo, si dedicó su vida a un ideal, a un sueño que fue capaz de hacer realidad, si contribuyó de alguna manera a hacer más grande una parcela del arte, o más llevadera la vida de su comunidad, independientemente de cómo fuera su persona, ¿por qué esperar a que sus oídos ensordezcan por el peso de una lápida para ofrecerle unas simples palabras de agradecimiento?
Hay muchos, muchísimos, que jamás llegarán a saborear las mieles del éxito pero que se dejan la piel en el intento. Y ese esfuerzo debería de ser reconocido, hacerlo nuestro como hacemos nuestros los triunfos una vez que los han conseguido. Deberíamos alimentar su coraje con nuestro estímulo; que nuestro aliento le sirviera de impermeable al desánimo. Pero no, dejamos, simplemente, que se hundan en las profundidades de la derrota, o que luchen a brazo partido hasta conseguir el triunfo. Y, entonces sí, entonces proclamamos que es paisano nuestro, y que le conocemos desde niño, incluso que jugábamos con él. Y si, “por fortuna”, se muere es cuando lo elevamos a la gloria.
El valiente Suárez recibió con elegancia y estoicismo mandobles venidos de todos lados, así que, no me negaran que resulta… ¿irónico? que haya tenido que pasar por el tanatorio convertido en fiambre para que ahora le vengan también de todos lados esos honores. Quién sabe si colmado de tanta decepción, fue benévolo con él su memoria y le regaló el olvido para evitarle sufrir más deslealtades.
Es verdad que la historia está llena de injusticias -¿quién ha dicho que tuviera que ser justa?- , pero creo que está en nuestras manos limpiarnos los ojos de las legañas de la envidia que, a fin de cuentas, es lo que no nos deja ver, la inmensa mayoría de las veces, el valor que poseen los que nos rodean, y decidirnos a consumar esos reconocimientos tan escasos, o tan inhacederos, pero que se den en el hic et nunc de la persona en cuestión. Si Aristóteles dijo que “saber es acordarse”, ¿por qué no llenar esa sabiduría con recuerdo del bien obrar con nuestros coetáneos mientras estos sigan vivos? ¿Para qué ahora aeropuertos, calles o plazas en memoria de Suárez?… Cuando lo último que pudo recordar fue el olvido o el vilipendio de propios y extraños. Al paso de su féretro, algunas personas lloraron. Un periodista le preguntó a una mujer: “¿Está emocionada?” y ella respondió: “No. Estoy arrepentida”. Pues eso. Que una cosa es que él olvidara y otra, bien distinta, que nosotros no recordáramos quién era él.