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Ana María Tomás

Escribir es vivir

MARGARITA O LA PACHAMAMA

Algunos creen que el nombre hace a la persona. Otras, que es la persona quien hace al nombre. Personalmente creo que hay ocasiones en que se produce la conjunción perfecta y como vasos comunicantes ambos: nombre y persona transfieren entre sí sus mejores cualidades. Y eso ocurre con Margarita, una mujer rural, cuyo nombre  -de origen griego que significa “perla”; o del latín la flor ornamental Bellis silvestris– es ya preludio de toda ella. Pero Margarita es mucho más que una perla o una flor, ella es la pura representación de la deidad incaica Pachamama (protectora de la Tierra y de la Vida). Y como tal, durante toda su vida ha defendido de pesticidas y venenos varios los cultivos que, sin que le nadie le preguntara le endosaron a la muerte prematura de su padre.

Ella, como cualquier mujer rural, a quienes el mundo les debe la inmensa sostenibilidad de una economía pocas veces valorada, menos reconocida y siempre denostada, cargó sobre sus espaldas la responsabilidad  que hace más de treinta años era casi exclusiva de los hombres e impuso, en su existencia y en sus tierras, un sistema de vida sostenible y limpio. Y puede que eso, ahora mismo, nos suene como algo normal, muy en boga, pero hace algunos años sonaba a chino, más que el propio chino mandarín.

Desde la atalaya que le proporcionaron sus años de docente defendió siempre la importancia del hombre de campo; la dignidad y la necesidad del trabajo en el campo; el respeto que merecían quienes viven siempre mirando al cielo y trabajando  con calores o heladas, y emergiendo, una y otra vez, de una granizada que se llevara toda la cosecha y el trabajo de un año en apenas unas horas. Se condolió de las opiniones de quienes para ellos los humildes jornaleros campesinos no eran otra cosa que “burros como arados” o “tontos del campo”. Desconocedores de que cultura viene del latín colere que significa cultivar, y que fue precisamente al principio cuando se aplicó al cultivo de la tierra, aunque después pasara a las distintas disciplinas del saber humano. Por no decir que poco habrían podido cultivarse personalmente si alguien no se hubiera dedicado a cultivar trigo para alimentarlos.

Como buena Pachamama, sabe que “la tierra no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo para nuestros hijos” y su mérito es mayor, si cabe, porque aun no teniendo hijos biológicos toda su vida es una entrega generosa de amor a dejar un mundo mejor para todos aquellos que sí los tenemos.

Las mujeres rurales, de campo, de pueblo, universales… Siempre silenciosas, generosas y dispuestas a ayudar con su sabiduría ancestral a cuantos quieran emprender la aventura del cultivo en sus múltiples variedades son quienes han transformado el mundo porque, como muy bien dice Gustavo Duch: “Mucha gente pequeña, en muchos lugares pequeños, cultivarán pequeños huertos… que alimentarán al mundo”, para terminar diciendo que “La agricultura se hace con la sabiduría de las ancianas.”

Es preciso que no olvidemos la labor callada y esencial de tantas mujeres ancestrales que nos han precedido, mujeres que desde la noche de los tiempos nos han legado sus conocimientos, de generación en generación, sobre los cultivos, la tierra, la esencia de nuestras tradiciones… que han enseñado a amasar desde el pan hasta el barro del cuenco que lo contenga. Es preciso ser conscientes de que la Humanidad, como la fina capa de tierra fértil llamada humus, necesita de la vida que emerge de nuestro planeta, de nuestros campos… Y que estos, para procurarnos el sustento que le demandamos,  han necesitado siempre de la mano amorosa del ser humano. Y que, cuando esa mano es femenina, quizá sea más difícil remover la tierra pero, al mismo tiempo, hay una conexión más intensa con la siembra, la cosecha y  el deseo de cambiar desde la raíz las cosas que ya no funcionan o no sirven.

“Quiero que nos respeten, soy mujer de la tierra, fuerte como el árbol que resiste al viento, como el junco en la corriente. Firme como la montaña más alta, frágil como el colibrí. Dulce como los atardeceres. Soy mujer indígena: hija Mayor de la Tierra y el Sol, desde siempre y para siempre”.  No estaría de más que este precioso fragmento del poema “La tierra de las mujeres indígenas” y que muy bien podría recitar la Mujer de mi artículo, también lo hiciéramos nuestro: venerando y tratando, como madre, a la Tierra.

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