Caminan juntas, orgullosas la una de la otra: una despreocupada, apoyada en su juventud, en su vitalidad, en el suave cimbreo de su cintura, talla 38, en el leve vaivén de sus incipientes pechos, en la “perfección” de un rostro sin arrugas, satinado, pasado ya aquellos molestos granos de la pubertad; la otra, probablemente talla 42, embutida en unos vaqueros talla 40 que apenas le permiten respirar y que la han obligado a desplazarse las vísceras hacia las amígdalas para poder abrochárselos, pero que le permiten que no haya tanta diferencia entre sus piernas largas… y las largas piernas que caminan junto a ella. La ajustada camiseta dibuja el contorno de unos pechos hermosos, quizá más hermosos si dejara que cayeran hasta ese punto justo en donde el tiempo y la gravedad (maldita gravedad) los han situado, pero que ella se niega a aceptar y en una lucha denodada -pero totalmente perdida- se empeña en comprimirlos y empujarlos hacia arriba. No tiene “ni chicha ni limoná” pero la excesiva presión a la que somete a su cuerpo, yendo más apretada que los tornillos de un submarino, obliga a este a dibujar algún minúsculo michelín por encima de la cintura del pantalón. Su rostro marca algunas arrugas que la vida ha cincelado y que añaden perfección y un punto de morbo; las gafas de sol son graduadas y esconden una misteriosa mirada de miope que a tantos hombres ha excitado y fascinado en otras mujeres a lo largo de la historia y que ella siempre ha sabido explotar aunque parece haberlo olvidado.
Una envuelta en esa frescura banal que aporta la adolescencia, la otra intentando desasirse de esa belleza interesante que conlleva la experiencia. Una con el rostro sin maquillaje; la otra maquillada sobre un fondo de crema melocotón que le unifica el color, colocado a su vez sobre un corrector de manchas y ojeras.
Conversan sonriendo, la una le dice a la otra que es “dabutem” -o sea, cojonudo- tener una madre tan enrollada como ella, y la otra, ingenuamente orgullosa, le contesta que sus compañeros de trabajo le dicen que parece hermana de su hija en lugar de la madre.
Resulta un escena entrañable y dramática por imposible… los caminos entre madre e hija no son nunca paralelos.
Puedo asegurarles, mis queridos desconocidos, que no estoy en contra, sino todo lo contrario, de que las mujeres se cuiden y jueguen a engañar a los años, a los hijos, a los amigos y hasta a la madre que las parió con respecto a su edad (yo misma tengo ticinco y parece que tengo menostantos, y mi trabajo me cuesta, no se crean), lo que me parece deplorable, absurdo, estúpido… ¡triste! es que las mujeres entremos al trapo de una sociedad estúpida, absurda, deplorable y penosa que nos vende que la belleza sólo puede estar en los rasgos inmaduros de la más tierna (y a veces boba) juventud. Me parece descorazonador que muchas mujeres hermosas se exhiban patéticas intentando apresar la fuente de la eterna juventud sin ser conscientes de que cuando una mujer asume su edad resulta esplendorosa y perfectamente deseable. Eso sí, para eso se requiere que, al menos, una parte del tiempo que se ha dedicado a la belleza exterior se haya utilizado en esa otra belleza que la vida labra en el alma.
Ya sé que una cosa es predicar y otra dar trigo, sin embargo, espero tener la lucidez suficiente, o que alguna de mis hijas la tenga por mí, para no dar el espectáculo patético de vestirme o peinarme o pintarme cual adolescente a punto de salir a su primera cita amorosa. Ojalá los hados me sean favorables para poder seguir siendo la madre de mis hijas, no su “colega guay” y poder enseñarles con mi ejemplo, como mi madre hace cada día con el suyo, que cada edad tiene su maravilloso tiempo para ser vivido y aceptado, y que, por suerte o por desgracia, la juventud es sólo un trastorno pasajero que sólo se cura con la edad.