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Ana María Tomás

Escribir es vivir

“Apatrullando” la ciudad

Como ya he dicho en alguna ocasión “no es lo mismo tejidos y novedades en el piso de encima, que te jodes y no ves nada y encima te piso”. O sea, que no es lo mismo lo malo del ruido –que ya sabemos todos cómo fastidia– que el ruido de lo malo. Y es que, señores míos, lo malo entre lo bueno puede que sea muy poco, pero hace tanto ruido que apabulla como si fuese multitud.

Tanta explicación para tirar a dar a un grupo de hombres que supuestamente están al servicio de la ciudadanía y que  “presuntamente” cargan contra los más débiles no es sino porque odio las generalizaciones en donde por obra y gracia del verbo se meten en el mismo saco a mediocres y brillantes, a ineptos y a eficaces, a vocacionales y a quienes se han visto –ellos sabrán por qué– abocados a realizar una profesión que no aman. Y aquí está la madre de todos los conflictos: en hacer algo para lo cual no tienen vocación, o sea, no han sido llamados. Y, cuando se trata de eso, lo mismo es tener que servir un café sin ganas o salir a patrullar las calles. Lo que ocurre es que los resultados de esa no-vocación no tienen siempre las mismas consecuencias.

Y aquí se acaban los prolegómenos: hay montones –la mayoría, sin duda– de policías que viven su profesión entregados y que dedican las horas que su puesto de trabajo les exige y muchas más. Policías vocacionales que siempre andan de “servicio” en un servicio permanente a la sociedad que les lleva a arriesgar su vida para salvar a otras –recordemos al héroe del metro que saltó a las vías a punto de pasar la maquinaria para salvar la vida de una mujer que se había desmayado–. Hay muchos ejemplos de ellos. Y por ellos va este artículo. Pero, según investigaciones recientes, en Cartagena, hay también un ¿clan? de… ¿sádicos? ¿irresponsables? ¿reyezuelos? que creen que llevar una placa y una pistola les da derecho a estar por encima del bien y del mal, a cosificar a quienes la desgracia ya se ha cebado con ellos mermándolos hasta convertirlos en piltrafas humanas que no pueden aspirar ni a la compasión de quienes se supone deberían auxiliarlos por obligación. No voy a justificar actitudes de gentuza que opera al margen dela Leyy con la que tiene que bregar a diario la Policía. Recuerdo una foto, seguro que de las de menos importancia de las muchas que hay de policías jugándose la piel por mantener el orden, que me impactó: una mujer con la boca extremadamente abierta y en actitud agresiva parecía aullar a milímetros del rostro de un policía impertérrito que se mantenía erguido impidiendo el desorden. Decía que soy consciente de la labor, tantas veces desagradable, de luchar contra el mal, de ver con desolación cómo, tras jugarse la vida en una operación para cazar a algún narco, este queda en la calle porque los jueces, ajustándose a las leyes, que no a la justicia, han de dejarlo libre. Imagino la impotencia que tienen que sentir de ver que su trabajo no ha valido la pena. Comprendo la resistencia de la que tendrán que hacer gala al ver pasar ante sus ojos mucho dinero sucio mientras que ellos ponen su vida en peligro por apenas unos euros. Así que por eso, por toda esa labor silente, valiosísima e importante que hacen nuestros policías, los ciudadanos no podemos dejarnos arrastrar por unos cuantos… ¡Ay, Señor! ¿Cómo denominarlos?… dejémoslo en “unos cuantos” que se prepararon para ser policías pero cuya actitud dista mucho de parecerse a un policía de los nuestros.

Es posible que sea más fácil de lo que imaginamos, estando todos los días en medio de delincuentes, traspasar la delgada línea roja entre el bien y el mal, ya sabemos que ambos son dos lobos peleando que nos habitan y que vence aquel al que alimentamos, pero teniendo en cuenta que Einstein decía que: “El mundo no será destruido por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa”, la sociedad no puede quedarse sentada viendo los desmanes que, “supuestamente”, hacen unos “cuantos” policías en Cartagena.

Si no quedara demasiado patético, me atrevería a decir que, en lugar de policías serios y comprometidos, más parecen esperpentos sacados de una película de Torrente. Mi abuela solía decir que lo peor que puede perder una persona es su credibilidad y su honorabilidad. Y de eso ya gozan quienes tendrían que haber estado cultivando coles en lugar de “apatrullando” la ciudad. Imagino que peor que enfrentarse a su descrédito personal será hacerlo a la mirada de sus seres queridos.

 

 

 

 

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