Quienes dedicamos una parte importante de nuestra vida a contarles, a quienes nos dejan, sucesos, comentarios, historias… somos, en cierto modo, una especie de vertedero con antena que recoge acontecimientos y emociones para interpretarlas y ofrecérselas recicladas y asépticas. Vamos, sin tanto adorno, que andamos con catorce ojos, pendientes de todo, como esos antiguos espías de la guerra fría. No llevamos una idea concreta de caza (a veces sí), todo nos sirve: una frase, un gesto, un mirada, una actitud… algo que ponga en el disparadero de nuestra pluma la dosis de creciente necesaria para sacar adelante el artículo.
Yendo así, es normal que la vida nos brinde, de vez en cuando, alguna que otra oportunidad. Sin ir más lejos, hace unos días, en la sala de espera de un ambulatorio: todos llevamos prisa, es verdad, todos vamos contra reloj, pero todos sin excepción deberíamos ser un poco más solidarios y algo más amables con ciertos imprevistos. Siempre hay alguien que se pone enfermo de momento, o que necesita la firma del doctor para algunos papeles. Es verdad que también están los caraduras que se aprovechan de la amabilidad que algunas personas brindan para colarse por la cara, pero creo que son los menos. Ese día una señora pidió permiso para hacerle una breve consulta al médico sobre un medicamento que habían retirado de la farmacia… ¡casi se la comen! La acogotaron de tal manera que se marchó, con lágrimas en los ojos, sin atreverse a lanzar una sola protesta. A mí se me ocurrió indicarles que podríamos haber sido un poco amables, pero el señor que estaba a punto de entrar me indicó que me metiese la amabilidad… “por el culo”. Literal.
A mediodía las prisas se multiplicaron: salida del trabajo con el tiempo justo para repreparar las comidas ya preparadas industrialmente, comprar a toda prisa en el super y rogar que no nos toque una cajera inexperta. Yo misma, cuando compré, eché una rápida ojeada para ver cuál era la cola más corta para pagar, y me puse como una flecha allí adelantándome a una señora que no logró dominar su carrito para quitarme el sitio. En un momento, las colas se pusieron a tope, y yo veía llena de impotencia cómo las más largas iban disminuyendo mientras que la mía seguía igual, ¡horror!, me había tocado la patosa de turno. Los que me precedían increpaban a la pobre chica a que se diera prisa, pero eso producía el efecto contrario: con los ojos borrosos por las lágrimas, apenas si veía dónde estaban los códigos de barras. El colmo fue cuando una orondísima señora, con menos cuello que un bote de cerveza -y menos cerebro que un mosquito-, le dijo que montará un puesto de helados y se perdiera de allí. Confieso que, egoístamente, se me vino el super encima. Lo primero que pensé es que se iría al baño a llorar y yo me quedaría allí, a las puertas de la “caja prometida” a la espera de que superase el trauma (cualquiera se iba a colocar en otra de las larguísimas colas). Pero no, ella, lenta pero profesional, continuó conmigo. No lo dudé, le dije que no se agobiara; que todos los principios eran malos; que quien tuviese prisa, volase; y que con los disgustos había que ser generosa, había que darlos, no tomarlos. Conseguí arrancarle una sonrisa. La “cola” seguía vociferando sus prisas, pero ella sonreía y le indicaba a la nueva cliente que era su primera semana en la caja, que la disculpara… aquello pareció contener un ensalmo, porque la señora se encaró con el resto explicando el motivo del retraso y pidiendo calma; extrañamente, todos parecieron complacidos con la explicación.
En la película “Cadena de favores” cuyo argumento trata de hacer un favor a alguien desconocido una vez que se ha recibido otro por parte de un extraño, se desencadena un extraordinario clima. Todo lo contrario a lo que ocurría en un anuncio televisivo en donde se veía a un enfadado jefe gritar a un empleado, a su vez éste se desquitaba con su mujer, ésta con su hijo, éste con su hermano menor, este con… etc.
Según el “Efecto mariposa” sabemos que todo el planeta esta tan relacionado como para que estas batan sus alas en Madagascar y el aire desplazado influya en la atmósfera terrestre hasta el punto de desencadenar una tormenta tropical en el Caribe. De igual manera una impertinencia, una hostilidad, una dosis de mala leche puede desencadenar el “efecto fiera” (con perdón para las fieras). Y una sonrisa a tiempo, una palabra amable, quizá de la cajera de un supermercado, pueden conseguir que un artista pinte ese día su mejor cuadro.