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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Ni la muerte nos iguala

Escuchó gritos procedentes del baño de mujeres. Y Tugce Albairak, una joven de origen turco, no se lo pensó dos veces para ir a prestar ayuda. Entró y se enfrentó a dos hombres de origen serbio que trataban de forzar a dos menores. Esto sucedía en un McDonald´s de Offenbach, una ciudad en el centro de Alemania. Todo muy global, como pueden comprobar. Pero la cosa no quedó ahí: uno de los hombres la amenazó y al salir del establecimiento la golpeó con una barra de hierro que la ha mantenido en coma irreversible unos días hasta que hace una semana, justo el día que cumpliría veintitrés años, su familia decidió desconectarla definitivamente. Nada se ha sabido de las chicas a las que defendió. Ni una visita al hospital o a la familia ni una palabra de pésame… Nada.

Siempre escuché que la muerte nos iguala a todos. Incluso yo misma lo he dicho en más de una ocasión, pero hoy estoy absolutamente convencida de la falsedad de esa afirmación. Y me ratifiqué en ello cuando, hace unos días, la muerte de esta valiente y generosa chica se solapaba con la de Francisco J. Romero, un ultra del Deportivo tras una pelea con radicales del Atlético. El ultra del Depor no era un adolescente impulsivo que se cruzara por casualidad con otro u otros de su misma horma. No. Era un señor de cuarenta y tres tacos, con dos hijos, una ya de diecinueve años, que se había citado junto a otros violentos que, como él, compartían un delirio futbolero absurdo e irracional, para arrear estopa a otros de la misma calaña aunque de otro color fanático. Imagino que con la idea de salir airosos del trance, como si fuera posible salir indemne de una tormenta de golpes y todos los leñazos que vuelan fueran a parar a las filas “enemigas”.

Para rematar la idea que me rondaba sobre la inutilidad de algunas muertes, pocas veces evitables y menos veces previsibles, cuadró el círculo la muerte de una joven agente de policía, de treinta y seis años que, junto a otros compañeros, se enfrentó a un atracador que pretendía huir, en Vigo, con el botín de una sucursal bancaria y la subdirectora de rehén. Murió en acto de servicio, intentando evitar un robo y quién sabe si el asesinato de la subdirectora… aunque no pudo evitar el suyo propio y que otro compañero abatiera al ladrón.

Muertes. Todos muertos. Y tan diferentes todas ellas y sus causas. Si, como en la película de Ghost, las almas se encuentran tras pasar esa delgadísima línea que separa la vida de muerte, ¿cómo podrán mirarse, aunque sea por esos breves instantes que las separaran de los lugares a donde se dirigen tan distantes unos de otros, la agente de policía y su asesino? ¿cómo podrían hacerlo la joven que entregó su vida por enfrentarse a unos canallas al defender a unas menores y el ultra que tan majaderamente arriesgó su vida?

¿Cómo va a igualarnos a todos la muerte?… ¿Cómo justificar tantos minutos de silencio, en diferentes estadios, con sus correspondientes crespones negros, por un gilipollas que “fue detenido en nueve ocasiones por delitos de pelea con otros ultras, malos tratos, tráfico de estupefacientes o varios robos, algunos de ellos con violencia e intimidación” y que buscó de forma premeditada hacer daño a otros? También era en Galicia donde murió la joven policía ¿Cuántos minutos de silencio han realizado los gallegos por alguien que murió por defenderlos a ellos?

En Australia, unos ciclistas encontraron un bebé al que su madre había arrojado a una alcantarilla y en donde estuvo por espacio de cinco días. Sí, sí, ¡cinco días! en una alcantarilla con la pinza del cordón umbilical sin quitar. Estaba desnutrido y deshidratado –como para no estarlo– pero aferrándose a la vida con todo su instinto. Instinto que parece desaparecer cuando crecemos y adquirimos un raciocinio que no siempre nos sirve para conducirnos por la vida valorando el regalo de la misma vida.

No. Ni la vida nos iguala, ni mucho menos la muerte. Y aunque Jardiel Poncela aseveraba que “Los muertos, por mal que lo hayan hecho, siempre salen a hombros”, es hora de que, como los toreros que no hacen bien la faena, reciban el supremo abucheo del respetable.

 

 

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