Un niño que esperaba la Navidad, tan ansiadamente como los comerciantes, le pregunta a su padre: “¿Papá, qué me vas a regalar esta Navidad?”. El padre le responde con otra pregunta: “¿Qué te regalé el año pasado?”. “Un globo”, dice el niño. “Bien, pues este año te lo inflo”. Y eso ocurre, sistemáticamente, con las mujeres que se encargan del peso de la Navidad en familia (porque, no nos engañemos, son, sobre todo, mujeres): que nos inflan, no el globo, sino a nosotras con una responsabilidad que nos hace estallar a las primeras de cambio. ¿Para qué vamos a comprar figuritas para el Belén si con nosotras solas lo tenemos completo?
Panadera, lavandera, posadera…Sin ir más lejos: la panadera. Es posible que no lleguemos a amasar el pan, pero sí que nos encargamos de traerlo a casa junto con los dulces típicos navideños, que si el turrón, el mazapán, las tortas de almendras, los polvorones, los rollos de vino, mantecados, pastelitos de cabello de ángel… vamos, unos destructores absolutos de la silueta. A tomar viento la operación bikini: unos minutos en la boca y una eternidad en las caderas. Dinero para comprarlos y dinero para quitárnoslos de encima a base de dietistas y productos nada milagrosos pero sí carísimos, mientras otra parte del mundo apenas tiene nada para echarse a la boca. De las lavanderas… qué quieren que les diga… pues que tampoco es que nosotras ahora vayamos a lavar al río –hay muchas mujeres que lo han hecho y lo siguen haciendo en la actualidad en otras partes del mundo–, pero hay que ver los montonazos de ropa de los nenes, resto de familia y casa: que si manteles por aquí y mantelitos por allá, sábanas, toallas, calcetines (cómo los odio), servilletas, porque, claro, cómo vamos a poner las de usar y tirar que colocamos el resto del año –aunque lo que vemos en las servilletas no seamos capaces de verlo en la cantidad de personas que usamos y tiramos sin importarnos nada. Y qué decir de la posadera: si las casas en Navidad se convierten en parada y fonda de amigos, hijos, yernos y nueras que viven fuera y vuelven como los arbolitos, con las bolas de adorno y sin moverse mucho del sitio. Todo eso sin perder de vista que a quienes acogemos en nuestras mesas pocas veces o nunca serán alguno de los indigentes con los que tropezamos en la calle, esos a los que evitamos mirar porque en sus ojos vemos nuestra propia cobardía, nuestros miedos, nuestros egoísmos… tan legítimos y, al mismo tiempo, tan limitantes. Claro que no. Serán los “familiares” que nos despellejan a nuestras espaladas pero que nos enseñan la mejor de las sonrisas porque estamos en Navidad y, en esta época, las puñaladas traperas se envuelven en papel de celofán y espumillón.
Pero lo que, por siglos que pasen, no puede envolverse en ningún papel mágico que lo haga desaparecer del Belén de la vida es la “matanza de los inocentes”, hoy como ayer seguimos rodeados de Herodes que presos de sus ambiciones mercadean con vidas humanas: las compran, las venden, las violan, las asesinan. Y, desgraciadamente, pocas veces tienen la posibilidad de huir a ningún Egipto o de encontrar en el camino de la vida la palmera que las proteja y distraiga de la vista de los soldados que pasen junto a ellas. Y ni la Navidad ni la supuesta paz que deberían traer estos días son capaces de plantar un huerto de palmeras que dé cobijo a tanta posible huida.
Pero, volviendo al Belén casero, si ya hablamos de la Madre… para quienes unas pocas y humildes pajas son suficientes porque el resto lo ponen ellas en amor, entrega, dedicación y cuidado, pues ya tenemos casi completo el Belén.
Faltaría el Niño, pero esa Luz ha de nacer de manera personal e intransferible en los corazones que decidan aceptarlo.
Y, aunque no es verdad que “Palos a gusto, no duelen”, porque doler, duelen, también es verdad que, a pesar del inmenso trabajo que hay en los hogares estos días, cuando todos los preparativos han pasado y nos sentamos a la mesa, la felicidad de esos momentos vence al cansancio de los anteriores. De todas maneras, hace unos días me enviaron un mensaje que decía: “He llorado con el anuncio de la lotería de Navidad al descubrir que existe una mujer capaz de decirle a su marido que se vaya al bar”. Y yo digo que quien haya escrito eso no ha debido de preguntarle a ninguna mujer porque seguro que, además de animar a su marido, alentaría al resto de la tropa y no para tomarse sólo un café, sino para instalarse en el bar hasta pasar los Reyes.