Estamos en unos días en donde se intensifican las relaciones sociales y familiares y en donde las preguntas por los temas más peregrinos nos llueven a diestro y siniestro: ¿Te gusta cómo me ha salido la comida? ¿Cómo me ves con este vestido?, ¿He acertado en el regalo? Y… ¿qué ocurre cuando lo que nos viene a la boca no es precisamente lo que sabemos que está esperando el interlocutor? Pues que no se puede responder así como así con la verdad. Porque la sinceridad no es más que un despliegue de mal gusto. Así, como suena. Y, en consecuencia, la hipocresía es una demostración de buena educación.
Nos empeñamos en que los demás nos den su opinión, y encima “sincera”, de lo que piensan con respecto a asuntos que nos afectan directamente y, además, pretendemos que esa respuesta nos sea favorable. Con lo cual si la persona de quien reclamamos esa sinceridad es nuestro amigo y comete la estupidez de ser sincero y, para colmo esa franqueza nos viene como una patada en el estómago, el amigo o deja de ser visto ante nuestros ojos como tal (cómo un amigo podría querernos tan mal) o nos hunde en el más profundo pozo de la decepción al mirarnos a nosotros mismos con los ojos del julai. Si, por el contrario, no es amigo nuestro quien se decide a darnos una opinión -no solicitada- y que, para más inri, no nos favorece, aparte de que lo que diga nos lo vamos a pasar por el arco del triunfo, no se va a librar de que le consideremos un grosero de mucho cuidado.
No quiero con esto hacer, ni mucho menos, apología de la hipocresía, ni pretendo que nadie desconfíe de nadie cuando la opinión que escuche sea una caricia para su oído pero no me negarán que, visto como está el patio, no conviene mucho más evitar preguntas cuyas respuestas puedan jorobarnos y, desde luego, negarse a escuchar aquellas que nos den sin que se las hayamos solicitado. En cuanto al otro bando, es decir, a aquellos que son interrogados, no merece la pena cuestionarse la elección entre la sinceridad o la relación con el demandante, siempre es mejor contar con el amigo y, si no lo es, más; mi sabia abuela me recomendaba que me llevara bien con buenos y malos, “El bueno para que te honre y el malo para que no te deshonre”, solía decir. Vamos, que lo que en la actualidad se considera como un invento de la diplomacia, no es más que una herramienta para sobrevivir en un mundo engreído y estúpido que no perdona el alarde de sinceridad.
Thomas Merton decía que “Somos auténticamente libres al expresar la verdad según la entendemos y sentimos”. Pero, oiga usted, es que hay verdades como puños o lo que es lo mismo que joroban como un puñetazo en la mandíbula, y no creo yo que esa “libertad” personal nos dé derecho a convertirnos en púgiles.
¿Qué hacer, pues, cuando un amigo -si no lo es no debemos ni plantearnos la cuestión- nos pide nuestra opinión sincera sobre tal o cual cosa o tema? ¡Ah! He ahí la cuestión. Según La Bruyère: “Los modales corteses hacen que la persona aparezca exteriormente tal y como debería ser en su interior. Ello tiende a mejorar su salud mental”. O sea, que podemos volvernos majaras si nuestra respuesta frustra o lo que es igual no va con cierta cortesía (aceite) para quien reclama nuestra opinión, porque provocaría en nosotros un conflicto interno entre el sentimiento de culpabilidad por fastidiar y el deseo de ser honesto. En cuanto a si esa respuesta la buscamos nosotros necesitados de que un buen amigo nos ponga los pies en el suelo y, en lugar de recibir un sincero freno, nos embarra de mermelada, podemos resultar tan empalagosos que nadie nos digiera, o, como le ocurre a algunos artistas y políticos, que pierdan el sentido de la realidad.
En consecuencia: no se dejen engañar. No es un dilema elegir entre sinceridad o cortesía, es una trampa. Además, recuerden que hace mucho tiempo que se inventaron las mentiras piadosas, a las que siempre podemos añadir alguna mentira jocosa y de paso pasárnoslo bien y hacer un poco más felices a los otros.