Me llamaron un par de amigas para prepararle una merienda-cena a una tercera amiga que lleva una mala racha. Se trataba de algo sencillo, unas tapas, unas cervezas y poco más, pero cuyo componente más importante era el factor sorpresa y el amor y apoyo incondicional que sólo la amistad desinteresada es capaz de otorgar.
Nos reunimos en la terraza de un bar-restaurante, una de nosotras hizo de gancho para llevar a la “homenajeada” que, entendiendo los encajes de bolillos que habíamos tenido que hacer todas con el tiempo, agradeció el gesto.
Siguiendo la mala costumbre en boga, aparcamos los móviles al lado de nuestros platos y nos dispusimos a disfrutar el momento. No estábamos ni veinte minutos cuando el móvil de la “sorprendida” avisó repetidas veces de la llegada de un mensaje. Como pensamos que siempre puede sobrevenir algo urgente (¿qué ocurría antes de los móviles, por Dios?), nos miró pidiendo permiso para ver el mensaje –todas consideramos una falta tremenda de respeto andar mirando el móvil mientras estás en compañía–. Bastó un breve pestañeo de afirmación para que ella comprobase en la pantalla de su teléfono, con absoluta incredulidad, el mosqueo del marido, al que le había dicho que salía para hacer un favor a una amiga. El payo le reprochaba su innecesaria “mentira”, asegurándole que no pasaba nada porque le hubiera dicho que se iba de cervezas. Y acompañaba su argumento con varias fotos que algún hijo de puta nos había tomado desde varios puntos de donde estábamos sentadas, sin tener mejor cosa que hacer que mandársela a nuestros maridos. Y el suyo, en concreto, a ella. La reacción inmediata de todas fue girarnos en redondo a ver si pillábamos al desocupado paparazzi al que, si estaba por allí, no fuimos capaces de reconocer, pese a que casi todos a nuestro alrededor andaban ocupadísimos con los móviles.
Sin bajarme todavía la efervescencia de la rabia goteándome el colmillo, veo en la tele que a la hija de la Pantoja (la pobre no puede tener peor ojo para los hombres) ha estado ligoteando con un capullo musculitos de discoteca con el que se ha dejado meter mano mientras, sin darse puñetera cuenta, ha sido grabada por otro… canalla despreciable. Porque hay que serlo y mucho para andar grabando escenas de gente inocente o gilipollas para sacar tajada más tarde en televisión, tal y como lo hizo este.
Y en esto de las grabaciones no vayan a creerse que ustedes están a salvo, no. Esto de salir en peliculitas caseras o en fotos tomadas de extranjis viene a ser como lo de ir al váter, que nadie se escapa: “lo hace el rico, lo hace el pobre, lo hace el obispo y el Papa”. Miren, sin ir más lejos, nuestro monarca padre, el pobrecico se creería que al dejar la corona lo dejarían en paz, pero ni por esas, vamos, pillado en Beverly Hills a finales del año pasado, en una terraza… que digo yo que a ver a quién narices le importa ya donde vaya, con quien esté y lo que haga, pues no. Parece que es muy importante que siempre haya por ahí, a falta de paparazzi, algún que otro capullo desocupado que se dedique a fotografiar a diestro y siniestro intentando rentabilizar la imagen.
En los tres ejemplos que traigo hoy, entre los numerosísimos que, con toda seguridad, todos ustedes conocen, ninguno hacía nada fuera de lo normal, que también habría que ver qué es normal o no, pero, aunque podría ser censurable el comportamiento de la nenica de la coplera (y no hablo de moralidad, sino de la imbecilidad de tropezar tantas veces en la misma piedra), con su pan se lo coma. El problema es que ya podemos ir olvidándonos de la libertad del anonimato o de asistir de incógnito a cualquier sitio, y no les digo nada de la cuestión de la cornamenta: si los normalitos ya lo tenemos difícil, que se agarren los machos los infieles, porque ya pueden perderse en el quinto pepino con su chorba, siempre habrá alguien grabándose cómo se come unos macarrones para colgarlo en las redes sociales y nadie, nadie, le garantiza que justo por encima del hombro del de los macarrones aparezca usted (vamos, usted no, estoy hablando de infieles) dándose un morreo con una chati de la edad de su hija pequeña.
Al loro, mis queridos lectores, esto es la guerra.