Hoy es el día de san Valentín, pero alguien se ha encargado de distribuir, vía “guasap”, que también es carnaval y que, además, estrenan en los cines “Cincuenta sombras de Grey” (por si queda alguien que no lo sepa: una película caliente, y no tanto por lo erótico sino por los palos que le arrean a la protagonista), o sea, que dado el cúmulo de acontecimientos “cárnicos”, para hoy: o teníamos un supermegachachi planazo sexual o algo muuuy mal estábamos haciendo en nuestra vida. Claro, que yo les diría a ustedes lo que le dijeron a aquel que escribió que, antes de morir, quería “Biajal en glovo, escrivil un libro, tener un ijo i prantar un arvol”: “Taaampoco te agobies con lo del libro”. Pues eso, taaampoco se agobien con lo del plan sexual.
Recuerdo que cuando era una adolescente enamorada hasta las trancas leí en algún libro una frase de Lamartine que decía que “El amor verdadero es el fruto maduro de la vida. A los dieciocho años no se le conoce, se le imagina”, y yo me enfadé mucho con este señor al que califiqué poco menos que de analfabeto sentimental. Pensé que no se habría enamorado hasta llegar a viejo y que por eso decía esa estupidez. Sin embargo, el paso del tiempo me ha hecho darme cuenta de que si había alguna estupidez por medio era únicamente mi falta de años, porque, efectivamente, como Lamartine, hoy puedo afirmar y afirmo que el amor a los dieciocho años es una sensación maravillosa, como… ¡un albérchigo verde!, pero nada comparable con el sabor de un albaricoque en su punto perfecto de madurez. Ya lo dice Paulina Rubio (no es que sea Descartes, pero me vale para hoy) en una de sus canciones: “Si a ti te gusta comer el mango bien madurito, ven, mírame a mí, tengo colorcito…”
Pero el colorcito sólo lo puede proporcionar el tiempo y las plagas a las que tenga que enfrentarse el fruto. Me gusta observar a las parejas jóvenes, cómo se miran, cómo se devoran a besos en cualquier lugar y momento, cómo sudan el deseo de estar juntos sin pensar en un mañana. Y me gusta prestar atención a las parejas mayores, haciendo cábalas sobre si acaban de conocerse, si conviven desde hace algún tiempo o si son parejas de toda la vida. Disfruto mirando cómo mi madre mima a mi padre y cómo éste se enfurruña y la chantajea emocionalmente para que coma cuando a ella la desganan las medicinas; me parece increíblemente maravilloso tanto amor a sus casi noventa años y después de toda una vida juntos.
Recuerdo que hace años, en uno de mis viajes en autobús, una pareja de ancianos iba en la parte en la que el sol a las cuatro de la tarde puede llegar a fastidiar si el recorrido es de algo más de una hora y media. El autobús iba lleno y no pudieron cambiarse de lugar; las cortinillas tirantes desde el asiento delantero y trasero dejaban entre ellas un hueco de, aproximadamente, un palmo, por donde el obstinado sol seguía filtrándose para molestia del anciano en cuestión. A los pocos kms. el movimiento y el solecillo amodorraron al buen hombre que dobló el cuello sobre el hombro de su pareja, ella con una ternura increíble se desanudó el pañuelo que llevaba al cuello y lo colocó en el hueco que dejaban las cortinas. Durante el tiempo que duró el viaje ella mantuvo, impertérrita, el pañuelo pegado al cristal para evitarle a su amado la molestia del sol. Yo la observaba entre admirada e incrédula. En algún momento me pareció leer en el rostro de la anciana alguna señal de cansancio, se masajeaba con la otra mano el brazo que permanecía en alto como mástil de la bandera del amor.
Hoy es san Valentín, sí. Y esta sociedad consumista nos envía mensajes en donde nos indican que, para ser la pareja perfecta, hemos de sorprender a nuestros amados con un regalo, obviamente, cuanto más caro mejor: una buena sortija con un buen pedrusco –no vale que la piedra sea de riñón o de vesícula, sino de alguna mina africana–; un fin de semana maravilloso y sexual con spa y cava –si no hay sexo tampoco vale–; alguna cosilla para el cuello –por favor, nada de una pastilla de jabón–, en fin, que aunque no es lo mismo el valor que el precio… si ambos puede ir acompasados muchísimo mejor.
Sin embargo, con regalos o sin ellos, con cine erótico o sin él, disfrazados, desnudos o vestidos…, el amor, como ya dijera Lamartine, es el fruto maduro de la vida curtido en tantos malos días que a los dieciocho años… ni se le imagina.