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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Demasiados “místeres jais”

Dicen que el amor, como el papel del váter, se va acabando con cada cagada. Y yo creo que la esperanza en el ser humano viene a ser algo así, como una especie de cebolla a la cual se le van arrancado capas y más capas con cada noticia que sale a la luz –porque al saber las que siguen ocultas– sobre las miserias que puede cometer el hombre y aquí la palabra “hombre” no incluye el sexo femenino.

Me quedo espeluznada al comprobar, una vez más, cómo las mujeres son moneda de cambio para silenciar a políticos y policías: “putas” a montón y champán del más caro en Mallorca –Don Perignon, casi na–, barra libre de orgías para que unos y otros hicieran la vista gorda a ese tráfico inhumano de personas, para que chivaran cuando los policías buenos (que son la mayoría, pese al ruido de los malos) irían a realizar alguna inspección. Al parecer, esto viene desde hace diez años ¡Diez! Nada más y nada menos. Y he puesto comillas a la palabra putas porque hay una inmensísima diferencia entre una mujer que libremente utiliza su cuerpo para sacar provecho económico y otra a la que violan sistemáticamente. Y parece ser que las mujeres de los puticlubs de Mallorca eran de las obligadas a mantener relaciones sexuales con los peces gordos de la zona: políticos, algunos alcaldes o exalcaldes de casi setenta años y policías de todas las edades, alguna ha confesado que la obligaban a ser amable a todos los requerimientos sexuales, por perversos que fueran, hasta con diez hombres en una misma noche, “mujeres” que, en muchos casos, no sobrepasaban los catorce años. Dicen que corría la viagra más que Jorge Lorenzo. La pena es que no corrieran igual los infartos. Y no, no estoy diciendo ninguna barbaridad porque lo que se merecen todos y cada uno de los payos que mantiene relaciones sexuales con mujeres que son obligadas a prostituirse es que se hagan tambores con sus escrotos.

Y cómo voy a lograr sacarme ese horror del cuerpo cuando vuelve a asaltarnos otra historia deplorable de un policía pederasta ¡otro policía! Miembros de las Fuerzas que están para velar por el ciudadano… O cuando contemplo, con estupor, la falsedad y el aplomo de un trabajador social que durante quince años ha pasado todos los controles de aptitud y actitud que le proporcionaban el certificado de capacitación para cuidar de chicos a los que, en lugar de protegerlos, se dedicaba a violarlos ¿No me digan que no es para encerrarlo bajo siete llaves?

Sexo y alcohol, como si no existiera otra cosa en el mundo. Siempre me he considerado una mujer con mucha empatía, algo que corroboran quienes me conocen, pero les juro sobre la Biblia que intento, por todos los medios situarme dentro de la cabeza de los hombres que van con prostitutas y no lo logro. Y vuelvo a acotar que no me refiero a quienes establecen en libertad una transacción sexual, sino a aquellos que saben, porque lo saben, que están con una menor o con una mujer atemorizada por las mafias. Mujeres que son marcadas como ganado para identificarlas de las que pertenecen a otras mafias. Mujeres que no saben qué tienen que hacer para salir de ahí o que, si lo saben, no pueden hacerlo porque más que sus vidas aman las de sus hijos, a quienes los proxenetas mantienen secuestrados. Mujeres que no se atreven a denunciar las condiciones inhumanas e insalubres en las que tienen que trabajar pero que confiesan que se arrancarían la piel a tiras cada vez que las tocan. Mujeres que pierden la dignidad de persona para convertirse en esclavas receptoras de los bajos instintos del hombre. Siempre el hombre. Siempre el sexo del hombre como arma de dominación, de sometimiento, de anulación y hasta de asesinato de la mujer.

Lo malo de todo esto es que quienes legislan, la mayoría de las veces, son hombres. Y quienes juzgan estos tremendos delitos contra la Mujer también suelen serlo, quizá incluso asiduos de algún que otro puticlub. Y ahí sí que hay una empatía que te rulas. Ya saben… entre bomberos no hay que pisarse la manguera, sobre todo porque, probablemente, la mayoría de ellos no dé el tamaño para semejante gesta.

Sí, lo confieso, a mi esperanza le queda muy pocas capas. Aunque sé que, como la estrella de mar, cada amanecer le crecen brotes y renueva sus ramas el olvido. Quizá la única forma de seguir adelante confiando en el hombre, ese árbol tantas veces sin fruto, sea caminar como Lot, sin volver la vista atrás y esperando que los muchos doctores Jekyll consigan mantener a raya a los míster Hyde que los habitan.

 

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