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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Prejuicios

Casi de continuo, las noticias nos alertan de los altísimos niveles de contaminación del aire de Madrid. Al parecer se incumple flagrantemente la normativa europea en materia de contaminación por dióxido de nitrógeno. Así que, teniendo en cuenta que los “informes advierten de que en Madrid se producen más de 2.000 muertes al año directa o indirectamente provocadas por la mala calidad del aire” (Lissavetzky, dixit), no me extraña que a la menor fiesta, puente o fin de semana la genta haga “¡chiiiiunng!” y salga disparada lo mismo que un gato que cayera a la lumbre.

Hombre… ya sabemos los de los pueblos que vivir en las grandes capitales tiene, a pesar de toda la contaminación, como… más ¿glamour?, al menos eso es lo que ellos creen a pies juntillas y asumimos, con cierta decepción, que más de uno levante las cejas, entorne los ojos y dé un medio giro conmiserativo de cabeza cuando tenga que referirse a los pueblerinos. Pero también sabemos que eso es inversamente proporcional a la educación, la cultura o la generosidad del emisor. Así que no me resisto a contarles a ustedes lo que me ocurrió hace unos días en unos de mis habituales viajes a Madrid. Deambulaba sin rumbo y sin la angustia de tener que estar en un punto fijo a una determinada hora, decidí, por tanto, darme una vuelta por una maravillosa zona cargada de historia, cuyo nombre omito porque no se merece estar unido al acontecimiento en cuestión. De pronto se acercó a mí una… a ver cómo lo digo… una megabarbimascachicle para ofrecerme una promoción de cremas exfoliantes, limpiadoras y rejuvenecedoras que utilizaban como ingrediente principal los lodos del Mar Muerto. Su primera pregunta, tras lanzarme la irrechazable oferta, fue si había oído hablar del Mar Muerto. Yo, que tuve la suerte de bañarme allí hace unos años, le respondí afirmativamente y que además conocía los beneficios de sus lodos. Ella, con un acento superpijo que envidiaría la nena de la Preysler, acotó:  “Pero el Mar Muerto, no el Mar Menor”. Miren por dónde vienen a hablarle a una murciana del Mar Menor… “Por supuesto –respondí– el mar Muerto, situado entre los límites de Israel, Cisjordania y Jordania. Con una concentración de sal diez veces superior al mar Mediterráneo, lo que provoca que flotes en un palmo de agua y con más minerales esenciales que ningún otro mar u océano del mundo. Y aunque el mar menor no le va a la zaga en cuanto a beneficios de sus lodos, lo que mejor tiene este último son sus riquísimos langostinos”. Si vamos a tocarnos las pelotas, vamos a ver quien lo hace mejor, pensé.   “Qué gustó da encontrar a personas que saben de lo que les hablamos. Mire –se puso en plan confidente– es que antes le he ofrecido la promoción a una señora y me ha dicho que ella no quería cremas de nada muerto. Seguro que era alguna pueblerina de los alrededores de Madrid”. Y ahí, confieso, ganó a tocarme los ovarios. Lo primero que me vino garganta arriba fue proclamar que yo sí que era de pueblo, de uno agrícola, para más señas, y que me sentía más del campo que los “ababoles”. Pero luego pensé que  sería sofocarla inútilmente, que no tendría cremas del mar Muerto suficiente para eliminarse el sonrojo o para exfoliarse prejuicios del alma. Así que simplemente le sonreí, decliné su oferta y continué caminando.

Envidio las ofertas culturales de las grandes capitales, además de… a ver, a ver… la verdad es que estoy buscando cosas positivas pero sólo me vienen a la mente la cantidad de tiempo y de dinero que tienen que perder sus ciudadanos en transporte para acudir a cualquier sitio: trabajo, hogar, colegios, gimnasios, médico… Me consta que quienes nacen en las grandes urbes, pese a sus condicionantes, sienten que les ha tocado el mejor de los lugares para nacer y para vivir. Y eso es, más que respetable, maravilloso. Igual que les ocurre a los que nos nacen en pequeños pueblos en donde si caminas un poco te sales de él. Es verdad que en uno y otro caso hay renegados que preferirían cambiarse al punto contrario, pero ese no es el problema. El problema son los prejuicios que tanto unos como otros alimentamos hacia lo que es diferente a lo que conocemos y amamos.

Soy de pueblo. Y quienes tenemos la inmensa suerte de vivir en un pueblo lo sabemos, aunque no todos seamos capaces de apreciarlo en la bendita dimensión que tiene.

Quitarse unos zapatos de tacón después de patearse un día entero medio Madrid tiene que ser un placer innombrable, pero ver amanecer entre pinos a menos de tres kilómetros de tu casa… no tiene parangón.

 

 

 

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