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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Más con los ojos…

Me encanta la cocina española, en especial la de mi tierra, sus guisos de cuchara, sus arroces marineros, la variedad de nuestras hortalizas, los contundentes gazpachos de mi Jumilla del alma… etc. Pero disfruto muchísimo con la cocina italiana, la hindú, la china, la tailandesa o la japonesa. Y allá donde he ido jamás se me ha ocurrido pedir  para comer algo que no fuera lo típico o habitual de la gastronomía del lugar. Puestos ya en antecedentes, les diré que, tanto en algún que otro viaje en donde la comida se servía en un buffet libre, como en los buffets que suele haber en algunos de los restaurantes chinos y japoneses me he encontrado con… personas (seré buena) que comían más con los ojos que con la boca. El último encuentro ocurrió hace unos días en un local de nuestra ciudad y la verdad es que, tristemente, estaba rodeada, más que de hambrones, de ansiosos cavernícolas dispuestos a calmar ese gen primitivo que nos impele a atiborrarnos de comida cuando es “gratuita”. Todos sabemos que los que tienen buen saque, en un buffet libre, no pagan por asomo ni la mitad de lo que consumen. Fijé mi atención en concreto en una familia de cinco comensales. No les bastaba saber, ver, comprobar que, a menos de tres metros, tenían comida en abundancia para repetir cuantas veces gustaran y fueran capaces de digerir, incluso como los romanos en las bacanales: vomitando y volviendo a llenar la tripa. No. De una vez se colocaban en los platos (necesitaban más de uno, claro) tal cantidad de comida que quienes estábamos a su alrededor podríamos asegurar que, ni estando rotos, serían capaces de meterse entre pecho y espalda semejante y descomunal comilona. Ante tal glotonería,  confieso que los miré con descaro y reproche porque lo que se deja en los platos va a la basura, pero no vayan a creer que les intimidó mi sorda amonestación, todo lo contrario: tras dejarse un castillo de platos cargados de marisco sin tocar, carne mezclada con verduras, fideos chinos, frituras varias, rollitos de primavera, ensalada de verano, setas de otoño o pan frito de invierno… se abastecieron de un tropel de flanes, profiteroles, lichis, helados y natillas aderezados con sus correspondientes chocolates o caramelos líquidos que corrieron, gran parte de ellos, la misma suerte que los platos anteriores.

Obviamente, y a pesar de importarles un pepino, no les había pasado desapercibida la sensación de “justa impotencia” que me concomía ante su incívico comportamiento, así que su respuesta, para terminar de rematarme, fue regalarme una mirada llena de cínica sorna mientras volvían al mostrador en busca de más comida que quedó sin tocar entre los restos de los otros platos.

Sentí pena y coraje, mi padre, un niño del hambre de la posguerra siempre nos educó en el respeto a la comida, concienciándonos de que lo que comemos de más sin necesidad o tiramos a la basura se lo estamos robando a otros.

Al pagar, le sugerí al responsable que debería cobrar un plus por cada plato que se dejasen sin terminar en las mesas .De hecho en Madrid encontré un lugar que lo hacían así, era espectacular todo lo que allí había para elegir, pero si no te gustaba o te sobraba en el plato tenías que pagar, según la cantidad desertada, entre uno y dos euros, por plato. Nada conciencia más que rascarse el bolsillo, ya ven con las campañas de tráfico: mucho anuncio de prevención, de impresionarnos y al final lo que baja los accidentes son las multas y los puntos. Pues igual. El pobre se echó las manos a la cabeza como si le hubiese propuesto que prendiera fuego a su negocio por los cuatro costados, asegurándome que se quedaría sin clientela. Pero yo creo que en un país en donde se tiran siete millones de toneladas al año de comida todos tenemos la responsabilidad de hacerles sentir mezquinos a quienes se comportan de una manera tan irracional e insolidaria cuando tanta hambre hay en el mundo.

Comer más con los ojos que con la boca está bien cuando se trata de engullir paisajes, belleza, amor o arte…, vamos, la vida. Pero dejemos la comida a la boca y al corazón que seguro que nos lleva por mejores derroteros que unos ojos llenos de pan.

 

 

 

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