Releo algunos artículos que escribí hace veinte años y alucino de las cosas que podía decir entonces sin que se me tiraran a la yugular acusándome de vaya usted a saber qué. Y con un agravante más: tanto los que se dieran por aludidos como los que no.
Da un poco de yuyu darse cuenta de hasta qué punto hay que medir las palabras a la hora de hablar para que nadie tome el rábano por las hojas y se sienta ofendido anteponiendo su libertad de entender lo que le dé la real gana, a la mía de expresar lo mismo. El último ejemplo lo tenemos con el arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, que ha tenido la “osadía”, ya no de afirmar, sino de preguntar si todos los refugiados sirios que vienen son trigo limpio. Al pobre le han llovido “hogtias”, y no consagradas precisamente, por todos sitios como si hubiera sugerido que habría que descerrajarles un tiro nada más cruzar la frontera. Y qué quieren ustedes que les diga… que ya tanto meapilas o moscas cojoneras tratando de buscar los tres pies al gato está tocando las narices a más a de uno. Porque, a ver ¿Ha dicho alguna cosa que no responda a la posibilidad de que sea así? ¿Me van a decir que más de uno no hemos pensado que el Estado Islámico no habrá considerado utilizar esa situación para infiltrar a alguno de sus hombres? Más cuando la policía de fronteras está en alerta por el aviso del robo de 3.800 pasaportes sirios en blanco que permitiría a las células terroristas viajar a cualquier lugar del extranjero con identidades “legales”. Infiltrarse en el enemigo se viene haciendo desde el Caballo de Troya. En la guerra del Vietnam, las mujeres eran utilizadas (como en casi todas las guerras) para cargarse a los soldados del ejército enemigo mientras les prestaban sus servicios sexuales. Y entre palestinos e israelíes infiltrarse en zona enemiga para producir bajas es el pan de cada día, Miren hace una semana: un palestino disfrazado con chaleco de periodista se acercó a un grupo de soldados israelíes y acuchilló a uno de ellos.
Pero aún cuando el señor Cañizares no tenga razón en su apreciación y esta sea desmedida… ¿dónde narices queda su libertad de expresión? ¿Acaso es más lógico que la ejerzan aquellos que lo insultan, lo juzgan o lo someten al escarnio público…? ¿No debería ser igual la libertad para todos? Que el pobre hombre desde sus creencias o desde sus miedos planteé que dentro de unos años podría haber un choque cultural no es nada del otro mundo. Ahí tenemos, no hace tantos años, la guerra de Yugoslavia, precisamente por enfrentamientos religiosos. Además, hace tan sólo unas semanas el maravilloso y magnífico Pérez Reverte, con un par de atributos sexuales dignos de encomio trato el mismo tema en un pedazo de artículo de dos páginas titulado “Los godos del emperador Valente”. Eso sí, desde un punto de vista histórico y advirtiendo de cómo nuestras propias normas, “nuestro buenismo hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia” podría propiciar el que nuestro sistema social y cultural pudiera cambiar totalmente. Y hablaba, siempre desde la reflexión apoyada en datos históricos, de la responsabilidad de preparar a nuestros hijos a los tiempos “caóticos, violentos y peligrosos” que vivimos, bien para que sepan asumir esa derrota, bien para que estén preparados para luchar porque perviva su cultura, pero nunca “embaucados con demagogias baratas y cuentos Walt Disney”. Y, afortunadamente, ninguna voz se alzó para gritar escandalizada “¡anatema!” como ha ocurrido con el anciano Cañizares. Puede que sea polémico en sus declaraciones, o poco acertadas, o hasta inapropiadas viniendo de quien vienen pero eso no quita para que pueda expresar libremente su opinión.
Sobre todo, porque esa opinión no haría variar el sentimiento de justicia y solidaridad desparramado en nuestra sociedad y que, estoy segura, comparte el arzobispo. Imaginar otra cosa sería hacer pagar a víctimas por verdugos. Y creo que es mucho mejor dejar de castigar a tres culpables si eso evita condenar a un inocente. Intento meterme en la piel del arzobispo de Valencia, como hace unas semanas lo hice en la de los refugiados sirios (“Desmontando utopías” 19-9) y, tanto en uno como en otro caso, quiero entender que es siempre el miedo a que se desmorone la solidez de su mundo el que impele al ser humano a aferrarse a cualquier tipo de estrategia que le proporcione seguridad y supervivencia. Por suerte, eso siempre lo provee la justicia y el amor.
De todos modos no está de más recordar la máxima: “Yo soy responsable de lo que digo, no de lo que usted entienda”. Pues eso.