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Ana María Tomás

Escribir es vivir

La piedra y el ladrillo

Ayer fue el Día Mundial de la Bondad. Manda narices tener que ubicar un día  para celebrar semejante acontecimiento.

No soy nada partidaria de exaltar determinadas causas o cualidades en días concretos, sobre todo  la “Bondad”, el que haya un día especial para ensalzarla, no hace más que mostrar lo “especial y extraordinario” que resulta ser bondadoso el resto de los días, vamos, de manera habitual.  “Si alguien te tira una piedra, demuéstrale que tú no eres igual… tírale un ladrillo”, cuando leí esa frase me hizo mucha gracia porque, tras los puntos suspensivos, lo que todo el mundo espera después de la sugerente premisa es “sé bondadoso y responde con una caricia”. Aunque, claro…, igual  puede resultar también bondadoso tirarle un ladrillazo porque puede hacerle reflexionar y darse cuenta de hasta qué punto joroba recibir un golpe. Quién nos asegura que no hablar en el mismo idioma de quienes nos hablan hace que aquellos nos entiendan… Si nos dan continuamente golpes y devolvemos caricias, por ejemplo, podemos hacer creer a los “golpistas” que ese es el lenguaje en el que deben moverse puesto que dando coces reciben arrumacos. ¿Acaso no dicen los psicólogos que no se pueden premiar tabarras y rabietas de los niños calmándolos con chucherías, sino poniéndose firmes y mostrándoles quién tiene la autoridad? Y ¿acaso la autoridad no tiene como fin marcarles límites que les impidan lastimarse…? Pues de igual manera lo de la piedra y el ladrillo. Sí, ya sé que para los cristianos la recomendación es que, si nos dan una bofetada en una mejilla, pongamos la otra, pero…  cuando se acaban las dos ¿qué pasa? Ahí ya… si afinamos, decir, decir, lo que se dice decir, no dice nada;  con lo cual, sabiamente, cada uno puede hacer de su capa un sayo, pero yo creo que muchos de los problemas o conflictos que nos acucian es el resultado de no responder en la “mismica” línea de nuestros emisores. Es como esa otra máxima de “Haz lo que te gustaría que te hicieran a ti”, pues miren, no. Que hay por ahí mucho masoquista suelto al que le encantaría que le hicieran cosas de las que a mí sólo pensarlas se me engrifan todos los poros.

Básicamente, yo creo que la bondad es algo que nos viene instalado en el programa de origen, el problema es  hasta dónde da de sí y cuándo empieza a dar de no. Porque, claro, el tema es que la bondad linda por todas partes con bastante mala baba y al final se termina un tanto agotado como el salmón que va contracorriente. Es decir, uno puede sentirse bondadoso y decidir apuntarse a cuantas “oeneges” conozca, pero luego está el tiempo real y las reales posibilidades personales, y se termina formando parte de una pandemia quejorrera que despliega a diestro y siniestro quejumbre sobre el vecino del quinto, el cuñado, el jefe, el trabajo, los compis…  aunque, eso sí, defienda a capa y espada a las tortugas chupilentas,  a los atunes rojos,  a los conejos de monte… etc.

Es verdad que el ser humano es bondadoso, no hay duda de ello, basta con ver uno de los programas de cámara oculta en donde las víctimas lo son por su buena intención de ayudar siempre al cabronazo del que hace de gancho, quizá porque, finalmente, como decía George Orwell: “Lo importante no es mantenerse vivo, sino mantenerse humano”, y… nada más humano que sentir el agravio de la ingratitud tras haber sido bondadoso con algún prójimo que no se lo merece.

Por suerte o desgracia, los bondadosos no pueden pincharse alguna sustancia que les rebaje en sangre los niveles de bondad. De todas formas, R. Tagore decía que “El que se ocupa demasiado de hacer el bien no tiene tiempo de ser bueno”, o sea, que de vez en cuando no viene mal soltar algún ladrillazo, más que nada, para que nos dé tiempo a ser buenos ¿o no?

 

 

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