Lo obvio sería que las mujeres, que tanto sabemos de lucha por lograr puestos que durante muchos años han pertenecido en exclusiva a los hombres, cuando logramos uno, tuviéramos una sensibilidad especial con el resto de mujeres que, de una u otra manera, encontraremos ahí.
Sin embargo, la realidad, en algunos casos, dista mucho de ser ejemplarizante en relación a lo expuesto. Aunque sería una temeridad, además de una mentira, decir que eso es la tónica general, sí es cierto que muchas de nosotras adoptamos un rol en el que no entra ponernos en la piel de la mujer que tenemos enfrente. Como si el puesto que defendemos nos inoculara el veneno de la anti-empatía hacia las mujeres con las que trabajaremos. Jefas que pueden ser infinitamente más hijas de puta con otras mujeres que hombres jefes. Hombres que, en momentos determinados, quizá incluso llevados por su ancestral instinto de protección, pueden entender que haya días en los que a una mujer, por indeterminadas y variadas circunstancias, no vayan a creer ahora que me estoy refiriendo tan sólo a unos días mensuales, no se le puede pedir que dé el cien por cien de su capacidad. Sin embargo, cuando es una mujer la que tiene que exigirle a otra, no tiene caridad ni contemplaciones a la hora de hacerlo -y vaya por delante que no estoy generalizando, que luego algunas colegas se me tiran a la yugular-. Ya sé que más de una que se identifique con lo que acabo de decir, me gritará que porque a ella, para llegar hasta ese puesto de mando, nadie le regaló nada, ni hombre o mujer alguna tuvieron con ella las contemplaciones que, de alguna manera, yo estoy reclamando hoy. Pero, precisamente, por eso, porque las mujeres que son capaces abrirse paso entre el triple de dificultades que encontraría un hombre para llegar hasta un trabajo por el que, con seguridad, cobrará menos por hacer el doble que un hombre, tienen la ineludible responsabilidad de no olvidarlo y facilitar las condiciones al resto de mujeres que encuentre a su paso. Y no, no me vengan diciendo que esto que hablo es trasnochado y que hace mucho que se superó, les aseguro que no, y les voy a poner un ejemplo cercano en el tiempo y en el sentimiento: la hija adolescente de una amiga, a la que convencimos, con Dios y ayuda, de que, por sus trastornos ginecológicos, debía ir a un especialista, habló con su médico de cabecera y pidió expresamente que, aunque tuviera que esperar algo más, quería que fuera una ginecóloga quien la explorara. Por “supuesto”, su pudor le impidió que su madre entrara con ella a la consulta. El resultado de la exploración que le hizo esa impresentable médico, mujer para más señas, además de ser denunciable, sería como para que no la volvieran a dejar pasar consulta el resto de sus días. De entrada llegó con más de una hora de retraso para comenzar la consulta. Vale. Todos tenemos imprevistos que nos pueden hacer llegar tarde al trabajo. Es comprensible. Lo que ya no lo es que te metas un redbull en el culo y quieras adelantar, como si dice vulgarmente en nuestra tierra, a pijo sacado, el trabajo que ya llevas retrasado. No se puede explorar a una joven, ni a nadie, con prisas, sin la mínima sensibilidad introduciendo en ella la helada “boca de pato” -instrumento que permite observar si hay anomalías en el cuello uterino- lo mismo que si introdujeras un cuchillo en una sandía. Haciendo gala ostensible de una premura que impidió a la joven realizar las preguntas pertinentes e impeliéndola a salir casi a medio vestir.
A ninguna mujer se le escapa el momento de terrible vulnerabilidad que supone una consulta ginecológica con un médico. Tener la posibilidad de colgar nuestras piernas abiertas ante una mujer y más si hablamos de un primer reconocimiento es, además de un lujo, una bendición. Pero si encuentras a mujeres que hacen lo que un hombre no se atrevería a hacer ni en sueños… ¡Apaga y vámonos!
Si he querido escribir hoy de esto es porque sé la cantidad de mujeres que se dejan la piel en su trabajo y que no les duelen prendas en alargar sus manos, una y otra vez, a otras mujeres que están por debajo de ellas, que vienen detrás o que tienen enfrente. Si quiero decir hoy públicamente que hay mujeres indignas de pertenecer a nuestro género, es porque conozco y trato a la cantidad de mujeres que nos subliman y nos hacen sentir orgullo de serlo. Si hoy hablo de la mala praxis de algunas es porque, como siempre, una vez más: “Las carretas vacías hacen más ruido que las llenas”. Y no podemos permitírnoslo.