Nada ocurre por azar. Ni existen las casualidades, sino las causalidades. La última de hace unos días: mientras me merendaba un lúcido artículo de F. Carreres, publicado en este mismo medio, sobre la creciente preocupación de los docentes por el “desaliño” de la escritura en los sms y en los WhastsApp, algo que, como tal, comparto absolutamente con mis compañeros, recibo una llamada de Yolanda Ruano, filóloga a punto de titularse, aunque para amar la palabra no se necesita título alguno, en la que me cuenta la maravillosa idea que había parido: intentar revitalizar la carta manuscrita, al menos durante una semana al año (del 17 al 23 de abril, coincidiendo con fecha tan notable), y “conmemorar de paso nuestra preciada tradición epistolar”. Y qué quieren que les diga, salvo que el género epistolar es mi debilidad. Recuerdo con infinito cariño cuando hace casi 20 años gané el prestigioso concurso nacional de “Cartas Universitarias de Amor”, patrocinado por mi amadísima UMU y el Corte Inglés -o Ramón Almela y Arturo Andreu, respectivamente-. Y que al hablarles al principio de las causalidades, considero fervientemente que gran parte de ese desastre actual de la escritura es por falta de escribir a mano.
Las nuevas tecnologías han aportado un universo a las comunicaciones, eso es una evidencia que no vamos a cuestionar, pero también han anulado algo mágico y poderoso como es la escritura manual. Escribir a mano ordena el pensamiento, porque la mano siempre es fiel al sentimiento que subyace en el alma. Pero la velocidad del mundo actual y la inmediatez del correo electrónico se han cargado el prodigio de armar una carta (como Dios manda) y el dulce placer de recibirlas de la misma forma. Además, con la falta de tiempo, lo más rápido es una llamada de teléfono: “Sí…, no…, es posible…, bueno, vale…, nos vemos” (será el día del Juicio Final) porque no hay menor compromiso que en ese “nos vemos”; una vez colgado el teléfono, quiero decir apretado… el gatillo, las palabras están muertas, hechas de aire vuelven al aire -que diría Bécquer-, sin compromiso, sin implicación. Lejanísimos los días de aquellas otras palabras de Campoamor: “Mi carta, que es feliz pues va a buscaros…”
La carta clásica, desde el principio, exige una implicación, un descubrimiento del sentimiento que experimentamos por el destinatario: querido, queridísimo, amado, estimado, distinguido, señor mío…etc. Después le sigue una demostración de ingenio, entusiasmo, ironía, amor, odio, despecho, remordimiento, pasión, consuelo, felicitación… sentimientos al fin, y como pago a esa franqueza: vulnerabilidad. Y ¿Es posible que temamos mostrar nuestra fragilidad? Pues seguramente. Pero merece la pena el riesgo.
Cathy N. Davidson cambia el cogito cartesiano “Pienso luego existo” por el “Escribo luego existes”, ¡qué delicia!, existir para alguien que te piensa en letras, en tiempo, en dedos; alguien que te regala ese inmenso placer secreto, practicado en privado como el del amante, de entregarte en papel sus sentimientos, sus preocupaciones, sus emociones…¡escritas! para que todos tus sentidos disfruten de ello: para que tus ojos paseen ansiosamente por sus líneas, y puedas acercar la carta a tu corazón, para que puedas acariciarla y olerla…
Por otra parte, no olvidemos que no siempre la carta tiene su razón de ser en la separación; la ausencia no es requisito esencial, nace de un momento de una soledad que exige comunicación, a veces, una carta puede representar la única posibilidad que una persona tímida tiene de hacer llegar a otra sus sentimientos.
Una carta de alguien que nos ama o que amamos es como la conservación de un beso, de una caricia, de un tiempo que destruye al tiempo lineal porque no tiene medidas y desafía cualquier medida que no sea la de su propia emoción… Será por eso por lo que me gusta tanto recibir cartas. Personalmente creo que no hay regalo más hermoso que una carta porque en ella siempre se regala un fragmento del alma del emisor.
Estoy convencida de que la “Semana de la Carta Manuscrita” va a ser un éxito arrollador. Estoy segura de que todos los esfuerzos de Yolanda y su equipo (Gema, Lidia, Jorge, Angeles…etc.) por potenciar el encanto de la tradición epistolar va a tener la recompensa oportuna. De hecho ya disfrutan de la alegría de haber puesto en contacto a personas tan solitarias que no tenían a nadie para escribirles con otras más afortunadas; y a centros escolares, institutos y universidades con otras, tanto españolas como extranjeras.
Quieren hacer historia y lo están consiguiendo. Felicidades.
Yo confieso públicamente que mis amigos saben cuánto me gusta recibir sus cartas por correo ordinario, y periódicamente suelen hacerme este tipo de regalos. Bueno…, la verdad es que un día descubrí que es más bonito escribir cartas a los amigos y pedir que te contesten que escribírmelas a mí misma.