Hace unos días, una de mis alumnas conocedora de mi afición por las frases reflexivas me regalaba esta de Héctor Góngora: “Hasta en las flores existe la diferencia de suerte: unas embellecen la vida y otras adornan la muerte”. Y qué verdad es. Qué diferencia entre una corona de flores mortuoria sobre un féretro, y las que reposan en las mesillas de las maternidades o adornan las cabecitas de las niñas.
La suerte, al menos la palabra, es una inquilina habitual en nuestro vocabulario: que vaya suerte ha tenido fulanito porque le ha tocado un premio gordo de lotería (como si eso fuese capaz de comprar vida); que si “La suerte de la fea la guapa la desea” (como si ser poco agraciada conllevara tener la mejor de las suertes); que si “cuarentón y solterón que suerte tienes ladrón” (como si el miedo a perder los “privilegios” de la soltería valiera más que la felicidad de haber encontrado el amor de la vida)… etc. Pero porque no se nos descuelgue de la boca la palabrita, no quiere decir que la suerte en sí haya de acompañarnos en nuestro acontecer diario, por mucho que la llamemos, invoquemos con los más variados y sutiles rituales o la ansiemos con denuedo.
D. Jacinto Benavente decía, que “Muchos creen que tener talento es una suerte, y nadie que la suerte pueda ser cuestión de tener talento”, que traducido a román paladino sería lo que nuestro refranero dice al respecto: “Al saber le llaman suerte”. Aunque yo estoy más con los que opinan que “Algunos nacen con estrella y otros estrellados”, sólo hay que darse una vuelta por nuestros conocidos y observar con ojos de calibrador de la misma.
Pero dicho esto, hace unas noches, no pude por menos que asociar la frase citada por mi alumna a los participantes del concurso televisivo “Pekín Express”; para quien no lo sepa: se trata de una brutal gincana en la frontera de Sri Lanka e India; los concursantes tienen un euro al día para sobrevivir y no pueden emplear dinero alguno en transporte o alojamiento. Pero lo sorprendente de todo ese singular y loco concurso es la generosidad de las gentes que se van encontrando y que no dudan en ofrecer sus casas, sus vehículos, su comida y lo poco o lo poquísimo que algunos tienen a los desconocidos participantes, eso sí, cada uno dentro de sus posibilidades que una veces son medianamente afortunadas y otras lo siguiente a paupérrimas. Bien, pues en esto que andamos hoy hablando de la suerte… en una de esas etapas, unos participantes acabaron en un hotel de lujo con unos turistas alemanes que les pagaron, además de una buenas cervezas, una habitación con un lujo poco común entre los participantes, y otros desesperados, saliendo y entrando de una casa en otra sin poder soportar las condiciones de hospedaje que les ofrecían los oriundos del poblado en donde les sobrevino la noche que no eran, ni más ni menos, que las que ellos mismos tenían para vivir pero que a los chicos les sobrepasaban en mucho. Fíjense: un simple concurso, unos participantes que han de recorrer el mismo tramo y superar las mismas pruebas y que la suerte sea tan caprichosa con ellos. Como la vida misma. “Qué mala suerte” decían algunos de ellos mientras se dejaban llevar por la desesperación y el cansancio, pero yo no creo en la mala suerte, sino en la ausencia de ella, al igual que la oscuridad no deja de ser más que una ausencia de luz.
Cualquiera que piense en la suerte como una alegoría, quizá la imagine, en primer lugar, femenina, en ocasiones representada con el cuerno de la abundancia o a través de herraduras, tréboles o algunas de las muchas imágenes que la superstición ha impuesto. Sin embargo, me viene a la mente el anuncio del calvo de la lotería navideña y no deja de tener su sentido: “La ocasión la pinta calva” y la suerte también es esquiva para tomarla de los pelos.
Es verdad que quizá sólo reflexionemos sobre la suerte cuando alguien cercano es tocado por una abundancia de bienes materiales o una desgracia que nos haría temblar hasta descoyuntarnos sólo de imaginarnos en su piel. Pero lo cierto es que hay que tener suerte hasta para deliberar sobre ella porque tener la posibilidad de ver amanecer cada día, de haber llegado hasta aquí siendo el espermatozoide más veloz y fuerte, haberse adaptado a dificultades impensables desde el principio de los tiempos para ser capaces de sobrevivir… y no ser consciente de la suerte que se tiene… es ya muy mala suerte.