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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Ni culpa ni vergüenza

Yo sé lo que es perder las ganas de vivir. Y les puedo asegurar que es peor que la propia muerte. Hay circunstancias en la vida de las que, para hacer tan solo mención a ellas, sería conveniente haber caminado por en medio de su territorio. No les digo ya si de lo que se trata es de meterse en harina. Vaya por delante mi declaración de intenciones a la hora de hablar del tema de hoy.

Hace unos días, este periódico mostró, en un magnifico y alertador reportaje, el drama de las personas que se quitan la vida en España: once personas al día, más de cuatro mil al año. ¡Más del doble de lo que suponen las víctimas de tráfico!

Los caminos que llevan hasta la pérdida absoluta de esperanza  -que es lo que suele llevar indefectiblemente al suicidio- son como los que conducen a Roma, múltiples, variados y, por si faltaba algo, también con numerosos atajos. Actualmente, algunas de sus direcciones tienen nombres extraños, extranjeros y con alguna dificultad de pronunciaciónpara los dolientes más ancianos. Lo que otros llaman “bullying”, por ejemplo, para ellos no es más que una variante lingüística de la palabra “tortura”. Un suplicio continuado, cruel, alargado… hacia su hijo o su nieto por parte de los compañeros de clase. Pero también tiene otro nombre que no logran sacudirse de encima: culpabilidad. Culpabilidad por insistir en aconsejarle que no les hiciera caso, que pasara de ellos -como si eso pudiese hacerse-; por obligarle a volver una y otra vez a lo que para él representaba un lugar maldito; por no haber sabido leer las señales de socorro que emitía con sus excusas, sus malestares… Culpabilidad por no haberlo evitado… Y es que, quien consigue el objetivo de marcharse jugando a ser Dios, es decir, conociendo el momento preciso, podría decirse que… “¿descansa?” pero para las familias es un drama tan insoportable que hasta los más allegados los evitan porque no saben cómo consolarlos, cómo acercarse a ellos, cómo impedirles o evitarles que hagan presente su dolor, sin saber que eso es justo lo que necesitan: verbalizarlo, sacarlo de las entrañas, mostrarlo al mundo, airearlo… como si sólo así pudiese aventar el viento desconsuelo tan grande.

En esos múltiples caminos hacia la desesperación: persecuciones sociales, hostigamientos laborales, condiciones límite, infidelidades,    abandonos amorosos… etc.  situaciones que para muchos no son más que un reto, un medirse ante la adversidad, una forma de crecer, de aquilatarse… para quienes pierden la esperanza sólo es un agujero negro sin luz posible porque no se trata de un largo túnel, sino de un pozo sin fondo del que… ¡afortunadamente! algunas veces se logra salir. Y, aunque quienes lo han conseguido tienen todo el derecho del mundo a silenciar etapas de su vida que, además de pertenecerles sólo a ellos y a sus familiares, son tremendamente dolorosas, también es verdad que es una gesta más que un gesto tener la valentía de mostrar el rostro y hablar de ello. Más que nada porque sus palabras son el mejor testimonio de que, en ocasiones, es posible cruzar el valle de la muerte y regresar de él. Joaquín Martínez puso su rostro y sus palabras: “No siento culpa ni vergüenza” ¿Cómo sería posible sentir alguna de esas emociones en su caso? Nadie quiere voluntariamente poner su vida en manos de la desesperanza. Nadie. Porque lo peor que ocurre cuando alguien se está ahogando no es que no vengan salvarlo, no es que no haya a su alrededor salvavidas, barcas y hasta fuerabordas, que las hay en numerosas ocasiones,  lo que no hay son ganas de agarrarse a nada. “A mí me viene bien contarlo”, se reafirma Joaquín, y eso es lo que están haciendo ahora más de media docena de Asociaciones de familiares que han perdido a un ser querido porque el mismo se haya quitado la vida. El duelo es difícil y largo, y una vez elaborado, no es que las cosas vayan a ser como fueron, pero ayuda a cerrar heridas, a enterrar a los muertos y a mirar la vida con otra perspectiva.

“A cada noche le sigue un amanecer, cada dolor engendra una esperanza”. Hermosa frase para llevar por bandera. Qué pena que no siempre se recuerde.

 

 

 

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