Torrevieja se ha puesto en pie de guerra porque el Ayuntamiento ha cerrado al público sus playas plantando una bandera roja. El problema está en que la bandera no indica mala mar. Sin embargo, el Consistorio no ha contratado aún a los socorristas -que ¡manda narices! a estas alturas- y, para evitar posibles reclamaciones en caso de accidente, no ha encontrado mejor forma de persuadir a los playeros de bañarse. De todas formas, si alguien decide hacerlo será bajo su propia responsabilidad y, si quiere reclamar algo, tendrá que ser al “maestro armero”.
Me he dado una vuelta por el baremo monetario de las multas por bañarse con bandera roja y va desde los ciento cincuenta euros hasta los tres mil. A mí me parece que cuanto más alta sea la multa mejor: no es la primera vez que he visto, en vivo y en directo, a jóvenes socorristas arriesgar sus vidas para sacar del agua a algún gilipollas que, contraviniendo las indicaciones de la bandera roja, los silbatos de los socorristas, las advertencias de los familiares y hasta la fuerza en contra de las olas, se ha metido en la mar picada y ha sido engullido por ella en un pis pas. Y tampoco ha sido la primera vez que las noticias nos han escupido la muerte de esos jóvenes socorristas incapaces de salvar al imprudente y a ellos mismos. Vidas prometedoras siempre, muchas veces de brillantes estudiantes, deportistas y buenos nadadores, que intentan sacarse unas perrillas trabajando en verano en el servicio de salvamento playero.
Hace unos días escuché en el telediario que, si hay bandera roja y algún imbécil se empeña, contra todo, en meterse en el agua, los socorristas ya no están obligados a ir a rescatarlo de las olas. Así que, me ha alegrado enormemente la noticia. Que una cosa es que, en condiciones normales de baño, a una persona le dé un síncope o que a una madre se le despiste el criaturo y se meta al quinto pino… en cuyo caso el socorrerlo es más una cuestión de humanidad que de obligatoriedad municipal y otra que unos chavales se vean obligados a poner en peligro sus vidas porque alguien juegue no sólo con la propia sino con las de ellos.
Pero, claro, lo de Torrevieja es otra cosa. Que no deja de ser una buena forma de colocar la pelota en el tejado del ciudadano, pero que, al mismo tiempo, nos sirve para hacernos reflexionar de hasta qué punto hemos perdido la responsabilidad propia y el sentido común y nos hemos abandonado a las normas que nos impongan, que “necesitamos” que nos impongan, desde las instituciones encargadas de “velar” por nosotros. Me quedé alucinada escuchando a una madre decirle a los reporteros que sus hijos se bañaban siempre hubiera la bandera que hubiera porque a ella no le hacían ningún caso cuando les prohibía el baño. Los dos “ñajos” no llegaban a los diez años, así que imagino que no se alejarían mucho de la orilla, pero la cuestión era la falta de obediencia y de respeto hacia las indicaciones de la madre. Hay normas indicadas para velar por nuestra seguridad, como los límites de velocidad, las pautas de tráfico o las banderas rojas, por ejemplo, sin embargo, hasta que esas normas no llegan al bolsillo, nos las pasamos por el “arco del triunfo”. Nos importa un bledo que el color de una bandera nos impida bañarnos un día, o que el personal competente nos inste a no salir de excursión por el monte ante el peligro de un cambio brusco de tiempo, o que el tramo de carretera que transitamos sea especialmente peligroso y tengamos que reducir la velocidad… Nos creemos con derecho a tomar las decisiones que nos dé la gana y a exigir (porque, eso sí, exigir y reclamar está a la orden del día) que otros paguen nuestras equivocaciones incluso con su vida teniendo que rescatarnos medio ahogados o casi muertos de frío. Pero cuando a esos derechos comienzan a unírsele las obligaciones pertinentes de tener que pagar el gasto ocasionado por el rescate o las multas por contravenir las normas… Entonces la cosa cambia. Cuando era niña, un vecino anciano que se sentaba al atardecer de los veranos a “tomar el fresco”, solía decir que el ser humano era como los gasógenos, sólo movíamos a base de leña. Yo, entonces, no lo entendía, pero cuando veo situaciones como las descritas no sólo me acuerdo de él, sino de lo que pensaría de sus congéneres ahora.
Y es que, como decía Einstein, “La diferencia entre la estupidez y la genialidad, es que la genialidad tiene límites”. Y yo añadiría: y la estupidez no hay bandera roja que la detenga.