Llegó aquí desde Brasil, su tierra natal, cuatro años después de haberlo hecho su madre, una vez que ésta, tras el paso de una casa a otra como cuidadora de niños o de ancianos, se encontraba ya instalada en el hogar de un viudo y ejercía más de señora de la casa que de trabajadora que fue, en un principio, para lo que la contrataron. Tenía hambre materna. En Brasil, a pesar de sus apenas catorce años, cuidaba de tres hermanos y de su abuelo, así que rogó a su madre que la trajese con ella y que niños y abuelo quedaran unos al cuidado de los otros. El viaje fue una experiencia demasiado larga, traumática y abrumadora para una niña sola de la que, inexplicablemente, sospecharon que fuera utilizada para traficar con droga. Por suerte todo quedó en un desagradable incidente para tener en cuenta a la hora de relacionarse con según qué gente, pero, cuando pudo abrazar a su madre y comprobar la diferente calidad de vida de un lugar a otro, lo dio todo por bien empleado.
El supuesto problema del idioma y que la predisposición familiar a los estudios fuera algo no incluido en sus planes hizo que pasara, sin pena ni gloria, por las clases que le correspondían por su edad sin permitir que estas dejasen demasiada huella en ella. Todo lo contrario de lo que ocurrió con el chico malote que capitaneaba la pandilla de su barrio. Él sí que dejó huella en su vida. Nada más conocerlo supo que desertaría de la rubia que lo seguía a todas partes para poder seguirla a ella. Todos sabemos que, en el ciclo de la vida, a los primeros escarceos le siguen los besos, y a estos los encuentros sexuales y, sobre todo, las consecuencias cuando no se tomaron las medidas oportunas. Fue decirle que estaba embarazada de él y desaparecer como si un mal torbellino lo hubiese volado de la faz de la tierra. La bloqueó del teléfono y de cuantas redes sociales pudiese llegarle algún tipo de información de ella. Con toda seguridad no necesitó de diecinueve días, ni mucho menos de quinientas noches para olvidarla. Sin embargo, ella no podía olvidarlo. Y no podía entregar su corazón a ningún otro muchacho porque su pecho carecía de semejante órgano arrebatado por el guaperas pandillero.
Su madre, ducha en el arte de la santería afrobrasileña y desesperada de ver mustiarse a su jovencísima hija suspirando siempre por quien no la merecía ni le daría un soplo de felicidad, organizó una noche de luna negra una “limpia de huevo”. Se vistió toda de blanco, colocó a su hija desnuda sobre una sábana, la rodeó con un círculo de sal y fue pasándole un huevo de gallina por todo el cuerpo pretendiendo que el mal de amores que acuciaba a su hija entrara en el huevo y la niña quedará así limpia de todo desaconsejable resto amoroso. Después se la llevó a un punto de mar rocoso, le hizo bañarse allí y, al salir la joven del agua, la madre estrelló el huevo sobre las rocas. Su hija había quedado, por fin, liberada de la mala influencia del muchacho.
Mucho tiempo después, aquel lugar rocoso se convirtió en paso obligado de la joven para ir desde su casa al trabajo, y cada vez que pasaba por él algo la obligaba a detenerse y a mirar desde el paseo marítimo el fondo azul de sus aguas. Y desde ellas salía siempre el lamento de un amor intacto y primigenio, atrincherado tras los escombros de edades sucesivas, llamándola. Nunca podía evitar asociar ese sentimiento a lo que una vez le explicaron en el colegio: una mariposa estaba rompiendo la crisálida para nacer y hacia esfuerzos increíbles para poder salir por el diminuto agujerillo que había abierto. Unos niños se compadecieron de ella y rompieron la prisión para que pudiese volar rápidamente con libertad, pero la mariposa no pudo hacerlo y murió. Entonces le explicaron que era necesario ese sufrimiento para que sus alas se fortalecieran. Tal vez su madre, en su deseo de evitarle sufrimiento hizo lo mismo que los niños, pero en lugar de ayudarla había lanzado al fondo del océano parte de su alma, esa que reclamaba volver a ella cada vez que cruzaba aquel lugar.
“Que inútil lucha (…)” pretender renunciar a la parte dolorosa que la vida nos entrega junto a la de la felicidad en cada una de las edades que habitamos. “Y aquí nosotros/ retenidos/ entre aluviones de horas/ hostiles, disidentes, encrespadas,/ impidiendo/ cualquier proximidad./ Qué inútil lucha… (“Memoria intacta como el ámbar”. Ana María Tomás)