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Ana María Tomás

Escribir es vivir

La casa más limpia

Amo a mi perro. Así, como simple declaración de intenciones parece algo… ¿absurdo? Insustancial como afirmación. Porque, si de amores se trata, debería haber empezado por quienes coronan la jerarquía de mis amores, aunque… dicho sea de paso… no sé quien arriesgaría antes su vida por mí, si mi marido o mi perro. Pero a lo que iba: que la vida está poblada de seres vivos con los que nos alimentamos, nos arropamos, nos divertimos, los utilizamos, experimentamos con ellos… y… lo peor de todo:  nos pasan desapercibidos en el mejor de los casos. Ignoramos sus presencias, sus vidas, su dolor, como si manejásemos o hablásemos de leños.

Hace unos días me enviaron un dibujo en donde se veía a un perro y un gato hablando con pollo, una vaca, un toro y un cerdo a los que decían: “Si alguien nos maltrata hay leyes que lo imputan”. Y los otros respondían: “¡Caray! Que envidia”. No obstante, una cosa es imputarlos y otra que paguen realmente por sus fechorías: un individuo, en la diputación lorquina de La Tercia, deja atado a su perro con una cadena tan corta que no sólo le impedía descansar en el suelo, sino que no alcanzaba a llegar a beber agua o a comer. Y lo deja así, a pleno sol, hasta que el pobre animal muere. Unos desaprensivos de una no menos canalla granja de cerdos, en Fuente Álamo, golpean sin caridad, sin un atisbo de misericordia, en la cabeza, con una barra de hierro, a una cerda preñada de lechoncillos en la recta final de la gestación, para acto seguido hundirle una espada en el corazón y dejarla agonizando el tiempo justo para extraerle las crías (he tenido el estómago -no puedo llamarlo valor- de ver el vídeo y pocas veces he visto tanta crueldad gratuita con un animal indefenso). El toro de la Vega, más que fiesta del toro, debería llamarse la fiesta de los torturadores, puesto que la finalidad de la misma es clavarle al pobre bicho cuantas lanzas pueda soportar hasta morir. Al toro embolado le colocan antorchas encendidas en los cuernos mientras lo hostigan  y toda una plaza de toros a rebosar se regodea con la locura del animal. Peleas de perros, ilegales sí, pero practicadas en la clandestinidad. La famosa sopa de aleta de tiburón que hace que los pescadores corten las aletas al pez para luego devolverlo al mar y, como el pobre animal no puede nadar, cae hasta el fondo de las aguas a esperar la muerte. A patos y gansos les introducen una manguera es sus estómagos para atiborrarlos de alimento para que su hígado enferme y crezca de manera desmesurada para proporcionarnos el “suculento foie gras”… Si, como decía Gandhi, a “Un país, una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales”, sobra decir la calificación que obtendríamos.

Por otra parte, llamar animaladas a eso es un flagrante insulto a los animales.

Atila Andics, de la Universidad  Eötvös Loraánd de Budapep y sus colaboradores han publicado en la revista “Science” un sesudo estudio que demuestra científicamente que los chuchos entienden lo que les decimos y cómo se los decimos porque utilizan el hemisferio cerebral izquierdo para procesar la palabra y el derecho para la entonación. Es decir, que no sólo analizan por separado lo que les decimos y cómo se lo decimos, sino que al integrar los dos mensajes son capaces de diferenciar si el halago es real o ficticio, o viceversa, o sea, si les estamos riñendo con la boca pequeña. Lo cual no hace más que confirmar lo que siempre hemos sabido algunos: que nuestros amores perrunos no sólo nos aman sin condición alguna, sino que nos entienden bastante más de lo que imaginan muchos.

Ya por el siglo XII, Francisco de Asís -uno de mis “santiños” predilectos-, sin tanta argumentación científica,  tuvo claro que tanto el temible lobo como las canoras e inofensivas avecillas eran hermanas nuestras y como tal las trató. Hoy muchas y variadas Asociaciones intentan hacer valer aquella iniciada defensa de los derechos de los animales: los recogen malheridos, los cuidan, evitan que los sacrifiquen y los tratan con amor y respeto. Vamos, hacen una labor encomiable. Sin embargo, como decían los animales de la viñeta, solo unos pocos unos tienen suerte, porque otros…

La verdad es que tener un animalico en casa (de los buenos, de los de verdad, no de los humanos) es harto complicado: pones cara la lejía y siempre tienes la casa sucia. Pero como leí hace unos días en una taza: “Sin mi perro mi casa estaría más limpia… Y mi corazón más vacío”.

 

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