Está desesperada. Como madre ya no sabe qué hacer o dónde acudir para que le hagan caso, para que protejan a su hija de diez años del odio irracional que está sufriendo desde hace treinta y seis meses por parte de otros compañeros de su misma edad. En el colegio la cosa no paró con los insultos, el vacío absoluto, y los malos tratos psicológicos, así que también optaron por los físicos y entre varias “valientes” le machacaron los pies en un recreo. A los ya numerosos toques de atención al Centro, se unieron formalmente quejas a través de la plataforma “Acabemos con el acoso escolar-stop bullying”. La respuesta por parte de la directora… “muy… pedagógica”: obligar a la menor a identificar a sus agresores para acto seguido ¿pedirle? (¿o tiene eso otro nombre?) que la cosa no fuera a más y quedase entre ellos. Obviamente, la madre denunció el tema ante la policía; la Fiscalía de Menores; y la Consejería de Educación y Universidades.
Entiendo que la madre esté trastornada por el sufrimiento y la impotencia. Cualquiera lo estaría, sobre todo, porque no solamente perdió el trabajo por intentar conciliar horarios para llevar a su hija a tratamiento psicológico, sino porque los problemas no acabaron cuando finalmente, ante tanto desafuero, claudicó y, con la denuncia por bullying, logró cambiar a la niña de Centro. Si añadimos a todo esto el agravante de que el padre, separado de la madre, vivió una etapa con la madre de uno de los acosadores y que la niña tuvo que pasar determinados días con quien le producía una tortura paralizante… ustedes podrán hacerse una idea de la dimensión del problema que les estoy planteando.
Me dice la madre que se ha enterado de sufrimientos que ha experimentado la menor mucho tiempo después, incluso que no ha sido ella quien se lo ha dicho sino otro niño que sufre el mismo tipo de acoso. La verdad es que no entiendo por qué callamos las víctimas. Yo misma nunca dije en casa el acoso al que me sometían determinadas compañeras de clase: recuerdo a unas gemelas cuya crueldad conmigo era de tal refinamiento que el momento de ir cada día al colegio se convertía en la peor de las torturas. Y, pese a todo, jamás dije nada en casa, lo comenté por primera vez hace unos días con unos amigos y me dijeron, casi con normalidad, que eso había pasado siempre, que a ellos también les había ocurrido pero que antes era diferente, que ellos sí sabían por qué nunca lo dijeron en sus casas, me argumentaron que sus padres les habrían dado, encima, un pescozón y le habrían obligado a defenderse como unos hombres. Yo sé que mis padres no habrían hecho eso, pero lo cierto es que nunca me planteé qué podría haber pasado porque en mis planes jamás estuvo quejarme en casa, es verdad que aprovechaba la mínima oportunidad para acercar el termómetro a la bombilla y quedarme en cama porque me encontraba muy mal. Pero en el fondo no mentía: lo estaba. Más de una vez me he preguntado qué habrá sido de aquel par de infames maléficas, por suerte para mí desaparecieron del pueblo, les quedaba pequeño para sus maldades, aunque por desgracia para muchos lo hicieron demasiado tarde: ya habíamos superado la adolescencia.
Como decía: las cosas no acabaron con el cambio de colegio de la niña. A veces hay depredadores que no se resisten a perder la pieza y necesitan seguir clavando sus garras y estas pequeñas pérfidas no permitieron que el cambio de Centro cambiara sus planes, así que se dedican a esperar a la niña a la puerta de su casa para acompañarla con toda clase de insultos y vejaciones: “hija de Judas” entre otros porque no está bautizada.
A medida que la madre de la niña me contaba, con toda clase de pruebas, incluidas copias del diario de su hija, su total desolación por la irresolución del conflicto que, pese a todo lo expuesto, sigue ocurriendo a menos de ocho kms. de Murcia, yo me preguntaba que nos está ocurriendo como sociedad no ya para que las instituciones hayan de actuar en semejantes casos, sino como personas… evitando mirar de frente el problema. Yo hoy no quiero mirar para otro lado, por eso estoy escribiendo esto.
No hallé palabras para consolar a la madre. Pensé en una frase que me encontró a mí hace unos días: “Mañana, tal vez tenga que sentarme frente a mis hijos y decirles que fuimos derrotados. Pero no podría mirarlos a los ojos y decirles que hoy ellos viven así porque yo no me animé a luchar”. Y esta madre coraje mañana podrá sentarse y mirar a su hija de frente.