A muchos se nos ha quedado cara de panolis. Y no es para menos. Esta semana nos hemos desayunado con la noticia de que el padre de Nadia, la niña enfermita, hija de un hombre supuestamente todavía más enfermo y sin recursos ni tiempo para poder atender a su enfermedad ni operar a su niña con tratamientos novedosos de allende los mares… no es otra cosa que un estafador de tomo y lomo. A estas alturas no creo que haya nadie que no sepa de las andanzas del buen señor, pero por si acaso les situaré brevemente explicando que este embaucador bribonazo se paseó por las variadas cadenas televisivas suplicando dinero para tratar a su hija de una rara enfermedad, por supuesto, fuera de España. Por suerte para él la respuesta fue masiva y recaudó él “solico” sabrá cuánta tela marinera. Pero, como ni el amor ni el dinero pueden ocultarse, al no emplear las perras en tratamientos médicos, éstas afloraron en forma de un nivel de vida de la leche, pero merengada. Y lo que, algún tiempo después, ha venido a saberse públicamente, ya lo sabían los vecinos más cercanos al fulano que ya fue condenado, por estafa, a cuatro años de cárcel en el 2000.
Ahora andan, tanto la mujer como él, dando explicaciones sobre si se han dimensionado o no sus palabras, y que puede que sean exagerados, pero nunca estafadores. Ellos podrán adornar la cosa como mejor puedan pero el varapalo que han dado a las personas que de verdad intentan conseguir dinero para algún tipo de operación o investigación real a base de donaciones… ha sido de tres pares de “cajones”.
Vale que ya sepamos de sobra que en todos los cocidos hay siempre algún garbanzo negro que mete la mano para lucrarse personalmente: los escándalos por desviar fondos o apropiárselos, incluso en “oeneges” (recuérdese, por ejemplo, el de uno de los directivos de Anesvad apropiándose de entre dos y cinco millones de euros de la organización) han ocurrido y probablemente estén ocurriendo o vayan a ocurrir, y no, no es que yo sea pesimista, es, simplemente, que al igual que en la naturaleza del hombre está la posibilidad de multiplicar el germen de la generosidad también lo está el hacerlo con el de la mezquindad. Hace unos días tuve la suerte de ver una entrevista al padre Ángel (no podría tener mejor nombre), creador de un comedor social para indigentes en donde la comida se sirve en platos de porcelana y las bebidas en copas de cristal, defendía que la dignidad de las pequeñas cosas son las pueden hacer sentir la diferencia de valor de aquellos que las utilicen. Dignidad. Algo que parece desconocer por completo este sujeto que se ha estado dedicando a mostrar al mundo la enfermedad de su hija, como mono de feria, para sacar unas cuantas pelas y vivir a todo trapo, porque, al parecer, lo único posiblemente cierto sea que la niña tiene algún problema.
Es verdad que esa mentira ha podido hacer mucho a los bondadosos corazones que se han condolido con semejante drama pero, antes de que la lógica reacción por sentirse engañados les haga soltar algún exabrupto de más y cerrarse en banda para otras posibles y humanitarias causas, igual les sirve pensar, no como consuelo, sino a modo de satisfacción que lo importante es lo que ellos sintieron, lo que les “con-movió” el corazón y lo que les llevó a actuar de semejante modo. Cuando veo alguna película en donde el malo está a punto de dar pasaporte al bueno y me pongo que salto del sillón mi marido me dice: “pero si es una película, es todo mentira”. Y yo le respondo: “Lo sé, pero lo que yo estoy sintiendo es verdad. Así que, volviendo al tema, si son creyentes bastará con repasar el evangelio de Lucas 6, 27-36 “Al que te pida, dale”. Y ya… si lo emplea bien o mal no es problema de quien ha respondido a la petición. Y si, por el contrario, sólo cree en el hombre como aseguraba, hace unos días junto al padre Ángel, Cándido Méndez, voluntario del citado comedor social, pues tampoco es problema porque como ser humano conoce bien las limitaciones del mismo. Y como ya apuntó sabiamente Aristóteles: “La bondad es simple, la maldad múltiple”.
De momento, el payo está detenido (al menos en el momento que escribo esto), el pasaporte de la niña confiscado, los informes médicos a buen recaudo y todos los… magnánimos gilipollas, que hemos contribuido a que el “presunto” (¡Manda huevos!) estafador haya estado viviendo opíparamente, un poco más seguros. Al menos, de momento. Y ojalá que puedan estafarnos muchas veces. Buena señal será. Para nosotros, por supuesto.