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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Un mundo violento y excesivo

Vayamos por partes, que diría Jack el destripador,  de entrada me niego a llamar “presunto” al pedazo de bestia búlgaro que hace unos días propinó un colosal puñetazo en Murcia a un chico de veintiocho años de Alcantarilla al que dejó debatiéndose entre la vida y la muerte, al parecer, por el “deleznable” hecho de haber dado una patada a una botella de plástico que había en la puerta del local donde el “gorilón” (con perdón de los gorilas) ejercía de portero. No le bastó con negarle la entrada al chico, sino que lo siguió y por sorpresa y a traición le asestó un brutal golpe   en el rostro que le hizo caer a  plomo al suelo.

Yo suelo quejarme, con relativa frecuencia, de hasta qué punto estamos siendo controlados por cámaras de seguridad, móviles, ordenadores… me lamento de haber perdido libertad, del miedo a exponerme en una playa y aparecer en cualquier lugar del mundo enseñando chicha, de que me conecto a You Tube y me encuentro, nada más abrir, las videoconferencias que supuestamente iba a buscar, ¿qué pasa? ¿me leen el pensamiento? Evidentemente no, pero lo que sí hacen es controlar que gustos tengo, que suelo buscar y me lo sirven en bandeja. Es posible que a muchos de ustedes eso le parezca genial, pero también es cierto que da un poquito de repelús. Pero, fíjense, ese exhaustivo control, ese dominio perfecto sobre el móvil que tienen muchos, sobre todo los más jóvenes, ha venido como al anillo al dedo sobre este caso para poner cara a los agresores, porque puede que haya sido uno sólo quien le dio el golpe, pero no cabe duda de que los otros armarios roperos  que le acompañaban no sólo no hicieron nada por evitarlo, sino que, además, con su presencia daban apoyo moral al agresor. Por otra parte, hacen falta ovarios (porque fue una chica quien lo hizo) para tener la templanza de grabar en esos momentos a semejantes especímenes cometiendo el delito. “¿Lo has grabado?” Se escucha la voz de otra chica preguntar. Aun así tiene el bellaco el cuajo de asegurar a la policía que él no golpeó a nadie.

Toni Morrison, la primera y hasta ahora única mujer negra que ha sido galardonada con el Nobel de Literatura en 1993, considerada como la escritora americana más importante de la actualidad opina que “vivimos en un mundo violento, excesivo y juvenil”. La entiendo. La violencia se expande de las guerras como un gas que invade calles, plazas, avenidas del mundo entero y penetra en los cerebros y en los corazones de los hombres. “Todos llevamos un malvado dentro” sostiene Philip Zimbardo (Psicólogo y profesor en las universidades de Stanford, Yale, Nueva York y Columbia), cuyos estudios sobre la maldad del ser humano son claves en aspectos de la psicología social. Según él  todos, “incluso las más dulce de las abuelitas, compartimos conductas insospechadas que emergen en determinadas circunstancias extremas o de opresión”. Y hasta ahí puedo entenderlo. Nadie sabe a ciencia cierta en según qué momentos lo que seríamos capaces de hacer, pero  una cosa es un  escenario límite y otro bien distinto la puerta de un local de copas.

No es nada nuevo la violencia con la que porteros de algunos locales públicos tratan a veces a los usuarios. Y llegados aquí no me gustaría generalizar, porque ni todos los porteros son unos desalmados, ni todos los clientes son chavalitos de Primera Comunión: los hay jodidamente groseros y machistas que consideran que, si unas chicas están allí, les da derecho a atosigarlas y molestarlas hasta extremos en los que los porteros han de de actuar para “invitarles” a largarse del local. Y también tenemos casos, quizá demasiados, en donde los porteros son unos chulos de gimnasio con menos cuello que un bote de cerveza y todavía menos cerebro, “donnadies” reconvertidos por obra y arte de una puerta en señores feudales del castillo donde se sienten con capacidad para hacer lo que les salga de sus santos tegumentos. Y ¿quién tiene la culpa de todo esto? Porque, claro, aquí lo que interesa en tener rápidamente un culpable: ¿la Comunidad por no aplicar una Ley que regula la actividad de los porteros y que ya aprobó hace cinco años?  ¿Los dueños de los locales por contratar a gentuza sin principios ni preparación? ¿Los clientes que se permiten pasarse tres pueblos en determinados lugares? ¿Los porteros por hacer lo que les venga en gana a chavales inocentes con una fuerza bruta y primitiva?

Yo, modestamente, creo que a todas las preguntas puede servir de respuesta una frase de Einstein: “El mundo no está amenazado por las malas personas, sino por aquellos que permiten la maldad”.

 

 

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