Entiendo y hasta disculpo que nadie me creyera. Y no tanto por el día que se trataba: el de los “Santos inocentes”, sino porque tanto familiares como amigos han sufrido en sus carnes mi “inocente” sentido del humor en tan señalado día. Confieso que, como a casi todos a los que nos gusta gastar bromas, también nos gusta bastante menos ser los receptores de ellas, pero llega un día en el que la balanza se inclina en tu contra y las pagas todas juntas y, las “putadas” que durante años has venido haciendo, la vida te las hace pagar todas de golpe de una sola vez.
Sí, lo reconozco, el humor negro ha sido mi especialidad (insisto: “ha sido”, en pasado), aunque… por otra parte también es de agradecer que algún amigo se alegre de que, en realidad, lo que le acababa de endosar fuera una broma en lugar de ser cierto. Es un poco como aquello de unos amigos que no sabían cómo decirle a otro que su padre había muerto y uno de ellos encuentra la solución soltándole que toda su familia había tenido un accidente y había muerto. Y cuando el doliente ya estaba a punto de que le diera algo le dice: “Que no tonto, que no. Que solo ha sido tu padre”. Ya saben: el humor negro “es un tipo de humor que se ejerce a propósito de cosas que suscitarían, contempladas desde otra perspectiva, piedad, terror, lástima o emociones parecidas. Cuestiona situaciones sociales que generalmente son serias mediante la sátira”. O sea, que la socarronería, de alguna manera, nos permitiría distanciarnos de algún tipo de dolor que de mirarlo de manera directa nos resultaría insoportable. Tenemos ejemplos innumerables de chistes macabros ideados apenas ha ocurrido una desgracia terrible.
Pero a lo que iba: el día de las inocentadas, mientras hacía senderismo con “cofy” -mi amor perruno- cavilando qué bromita poner en práctica con algún incauto, el azar quiso que, en esa ocasión, la “inocente” fuera yo y, sin saber muy bien cómo, pisé unas piedras sueltas al borde mismo de un barranco en donde fui a parar rodando como una croqueta hasta el fondo del mismo. Les aseguro que verme parte de la pierna derecha colgando hacia atrás a la altura del tobillo y el intensísimo dolor que experimenté, no sólo por la rotura de la tibia y el peroné (diagnostico que sabía antes de que me lo confirmase el médico), sino por intentar salir de allí y ponerme a la vista de quien pudiera ayudarme -cosa imposible sin la ayuda de mi chuchi-, fue nada comparado con la humillación continua que sufrí, ya en el hospital, al ir llamando a familiares y amigos para ponerlos al corriente de mi situación. Salvo el núcleo duro familiar nadie creyó que me hubiese ocurrido lo que les contaba. Imagínense… desde “Pues nada, que los santos inocentes te la operen”, hasta “No pongas vocecitas llorosas, sobromista, que no nos la cuelas”, pasando por todo tipo de chirigotas, improperios o escarnio.
Y qué quieren que les diga… Pues que, además de que me está muy bien empleado, lo que, a todas luces, puede parecer una desgracia es, en realidad, una maravillosa oportunidad de tomar conciencia de tantas cosas… por ejemplo, de quienes tras un accidente quedan para siempre inmovilizados; de la autosuficiencia que tenemos y que no somos capaces de agradecer como uno de los más hermosos regalos, como si estar bien y ser independiente fuera lo más normal del mundo; de quienes cuidan de las personas dependientes a diario con un amor y una paciencia infinita, de la humildad a la hora de pedir ayuda y de aceptarla… A veces, lo que parece una adversidad esconde la flor de la aceptación, del aprendizaje, de la gratitud, de la superación… A veces la Vida quiere enseñarnos cosas y, cuanto antes y mejor aprendamos la lección, antes podremos salir al recreo. Y ahí sí que hay que tirar para adelante y no dar lugar a bromas porque, pero como decía Facundo Cabral: “¡No digas no puedo ni en broma, porque el inconsciente no tiene sentido del humor, lo tomará en serio, y te lo recordará cada vez que lo intentes!”. Yo ya he tomado nota de la cosa. Se lo aseguro.