Hace unos días decidimos salir a comer a un restaurante situado en una avenida muy transitada por coches -incluyo este dato por su relevancia en lo que voy a decir más tarde-. Posiblemente, coincidió el día con algún fin de curso de guardería o, simplemente, un grupo de madres decidió celebrar la cercana llegada de las vacaciones. El tema está en que junto a nosotros había una mesa de madres y al lado otra doblemente larga llena de niños “celebrantes” y de hermanos algo mayores. Bueno, lo de la mesa con niños es un decir porque, en realidad, los niños estaban, como Dios, en todas partes. Corrían entre las mesas jugando al escondite entre los cuerpos de los demás comensales, entraban y salían como locos del baño tirando de la máquina expendedora de papel para secar las manos, mojando el papel en el lavabo, tirándolo al wáter… Reconozco que me permití reprocharles la cosa y salieron de allí corriendo a llamar a su mamá para decirle que alguien les había regañado. No les puedo describir la cara de impotencia e indignación que dibujaban las caras de los dueños del lugar que, varias veces, con una sonrisa más falsa que una moneda de tres euros, les conminaron a sentarse en la mesa con la promesa de llevarles helado. Los clientes asistíamos atónitos al despliegue de criaturitas sin comprender cómo las madres seguían charlando felices sin inmutarse, sin hacerles el más mínimo reproche, sin preocuparse de las molestias que estaban ocasionando al local, a los camareros que tenían que sortearlos entre bandejas, y al resto de comensales que nos mirábamos unos a otros alucinando ante el espectáculo. Pero no crean que la cosa paró ahí. No. A la persecución de alguna madre a su niño para intentar arrebatarle el móvil (cosa imposible) hubo que añadir la entrada en acción de tres chavales que acudieron a comer provistos de su monopatín, que aparcaron, con sumo cuidado, bajo sus asientos. En cualquier otra circunstancia hubieran estado a salvo, pero, teniendo en cuenta los Gremlins que andaban sueltos por allí, fue un error garrafal. Los pequeñajos no tardaron en hacerse con ellos ante la perplejidad de los adolescentes que sentían vergüenza de arrebatarles “su tesoro” a unas tiernas criaturas. Por poca imaginación que tengas ustedes pueden hacerse una idea de lo que se formó allí paseando en patinete entre mesas y bolsos colgando en las sillas hasta que, de pronto, hubo un silencio y una paz increíble hasta ese momento. Todos los enanos salieron fuera del local provistos de los tres monopatines. Lo realmente increíble es que ni los dueños advirtieron la fuga de sus vehículos, ni las madres de sus hijos. Nadie se movió, nadie pensó en el riesgo que suponía el tránsito continuo de coches, la exposición a cualquier pederasta, la temperatura infernal del mediodía… A mí no me pasaba la comida, a pesar de lo tostoneros que habían sido, pensaba en los peligros a los que estaban exponiéndose esos niños, y me resultaba sorprendente que ninguna madre hubiera saltado de la silla para asegurarse de que estaban bien. Yo miraba hacia la mesa donde estaban situadas y las veía hablar felices, tranquilas, despreocupadas… y pensé en la maravillosa labor que hace cada día el Ángel de la Guarda de los niños y en la dejación total que se ha hecho en la actualidad de la responsabilidad como padres, en la falta de educación, de urbanidad, de respeto… Podría asegurar que sería impensable que alguna de las madres que estaban allí se hubiera conducido tan “salvajemente” en su niñez, y no sólo en casa sino en la calle y, mucho menos en un restaurante. Hasta hace unos años los padres corregían a sus hijos, ponían límites, les enseñaban lo que estaba bien y lo que estaba mal… Y que nadie me venga diciendo que ahora también lo hacen y que esos críos no son la representación de nuestra sociedad porque tan sólo les acepto que, efectivamente, hay padres héroes que luchan contracorriente para que los nenes no tengan móviles antes que chupetes y para demarcarles el terreno, pero luego está la presión social de “mamá a Leo o a Ronaldo (porque, claro, lo de la moda de los nombrecicos es otra cosa) los dejan ¿por qué tú no?, porfi, porfi, porfi…)”. Y una vez puede que resista, dos, y hasta tres, pero después…
La verdad es que tras la experiencia vivida dudo mucho de la frase de Young: “Educas a un hombre y educas a un hombre. Educas a una mujer y educa a una generación”. Pero, visto lo visto, va a ser que no.