Hacia más de treinta años que no volvía a verla. Y encontrarme con ella fue volver de nuevo a uno de los varios pasados más tristes de mi vida. Podría no haberla reconocido, veinte o treinta o casi cuarenta años pueden no sean nada según el bolero, pero lo cierto es que ese tiempo causa… ciertas devastaciones en rostro y cuerpo. No obstante, he de confesar que, salvo los michelines que le hacían perder la forma de la cintura, conservaba una fisonomía intacta: la misma nariz, algo más aguileña, la misma boca de labios finos casi imperceptibles, las facciones más prominentes y endurecidas y la misma mirada. Aquella mirada heladora de Medusa que me convertía en piedra cuando la fijaba en mí.
Ella era doble, o sea, gemela de otra y ambas compartían, además de una imagen exacta, una misma maldad inaudita para su edad.
Ha sido necesario que pasaran muchos años para que yo me enterara de que las putadas que ese par de individuas me hacían, y que yo en mi inocencia llamaba “cosas malas”, en realidad eran puro y duro acoso escolar o bullying.
Desde los siete años hasta los once que, gracias al cielo, las perdí de vista sufrí en mis carnes y en mi mente una angustia constante que llenaba mis días de tristeza, y de desesperación cada vez que llegaba la hora de ir al colegio. Imagino que no fui la única niña que sufría sus maldades y que rebotaba de una de ellas a la otra como si fuera una pelota cada vez que les entraba ganas de maltratar a alguien. Como también sé que muchos de mi generación lo fueron en otros lugares. La maldad, tristemente, no tiene fecha de caducidad. Y, de igual manera, sé que ellos también callaron. No dijeron nada en sus casas porque, como yo, pensaron que eso sería lo normal, que unas niñas eran más traviesas que otras y que algún día se cansarían y nos dejarían en paz. Lo malo era que no se cansaban nunca y a mí se me acababan los pretextos y las enfermedades para no ir al colegio. Una vez hasta me atreví a hacer “novillos” y me escondí entre los verdes macizos del jardín más cercano. El problema estuvo en que, como para mí era tan largo el tiempo en el colegio, calculé casi dos horas más del horario escolar para volver a casa. Dos horas de angustia para mi familia que se acrecentó al enterarse de que ni siquiera había asistido a clase. Todos me buscaron con desesperación y la tunda que me dio mi madre cuando llegué me quitó para siempre las ganas de volver a eludir mis problemas haciendo mutis por el foro. Sobra decir que aguanté estoicamente aquel larguísimo periodo como algo habitual en mi vida, hasta que creí que había pasado todo al perderlas de vista en el instituto. Qué equivocada estaba. Para entonces yo me había convertido en una niña que rehusaba amablemente el contacto con otras, “quien quita la ocasión quita el peligro” debí pensar. En contrapartida desarrollé un rico mundo interior que me ha llevado a convertirme en lo que siento que soy ahora: una contadora de historias, una aprendiz de escritora, una novicia de la poesía.
Lo curioso de todo fue que al reencontrarme con ella, tras tanto tiempo, busqué rápidamente su copia y, por unos instantes, me vi de nuevo rebotando de una a la otra. Y deje de ser la mujer madura, más o menos segura de mí misma, que tanto me ha costado construir durante todos estos años; la mujer con experiencia y bastantes muescas en el alma por los golpes sufridos. En ese instante volví a ser la niña acobardada, temerosa y solitaria. Todos desaparecieron a mi alrededor para quedarnos solas las dos, como en esas películas del oeste en un duelo final donde sólo quedan el bandido y el sheriff, solo que yo no tenía pistola y ella seguía teniendo su mirada.
Sin embargo, no era verdad que yo estuviera desarmada, las muchas horas de soledad me condujeron a leer hasta los prospectos de las medicinas. Ahora sabía quién era Medea. Y también sabía que existían los perseos.
“¡Hola, Ana María!, te veo muy bien”, me dijo la sabandija con cierta sorna. “Muy bien ¿para qué?” me pregunté yo, ¿para lo mucho que me había jodido la infancia ella y su gemela?… Yo, sin pronunciar palabra y sin dejar de sonreírle, me acerqué, le agarré el vestido por la pechera con mi mano izquierda y con el índice de la derecha le dibujé una línea recorriéndole toda la base de su cuello mientras le susurraba al oído: “Te he vencido, Medea”. Después me giré dejándola de piedra.