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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Cada cuatro minutos

Una de las varias divisiones en las que yo me entretengo en clasificar a los humanos tiene mucho que ver con la relación que éstos mantienen con los animales de compañía. Digamos que, para mí, habría cinco grandes grupos: aquellos que viven con animales de compañía y lo saben; los que viven en compañía de animales y no lo saben; los que todavía no los tienen pero que acabaran claudicando por alguno de sus hijos; aquellos que repudian a los animales de compañía y que nunca tendrían uno ni por todo el oro del mundo, pero que serían incapaces de hacerles daño; y los desaprensivos que les da igual tenerlos que no tenerlos porque jamás se implican con ellos y acaban abandonándolos en cualquier lugar en cuanto empiezan a incordiar o a coartar la libertad que es en el primer minuto que llegan a casa, porque, como cualquier ser vivo, tienen unas necesidades básicas que quien se responsabilicen de ellos han de cubrir.

En nuestro hermoso país cada año son abandonados ciento cincuenta mil perros, cuatrocientos al día ¡qué horror!, dieciséis a la hora, uno cada tres minutos y poco, lo que da idea de lo “avanzados” que andamos por estos lares en el “amor y el respeto” a nuestros hermanos perrunos. Creo que cualquiera de nosotros es capaz de comprender que haya personas a las que los animales de compañía… como que no les van. Pero pocas entenderían el incívico comportamiento de apalear a un animal, ahorcarlo, como suelen hacer algunos cazadores cuando sus galgos ya no rinden al máximo,  abandonarlos en cualquier parte a su mala suerte o, peor aún, dejarlos atados sin agua, sin comida y al sol hasta que agonizan lentamente y mueren. A mí se me revuelven las tripas solo de pensarlo. Y no porque ahora los científicos hayan demostrado fehacientemente que nuestras mascotas perrunas no solo entienden lo que les decimos, sino cómo se lo decimos, y por mucho que le estemos diciendo: “perrito guapo” si la ironía o la mala leche acompañan a nuestras palabras son capaces de descodificar el mensaje y quedarse con lo que de verdad estamos emitiendo. No, no solo por eso. Eso lo supe yo desde el primer momento que un chucho entro en mi vida. Recuerdo una de las tardes en las que mis hijas estudiaban en el salón, bien guardadas por nuestro bóxer, mientras yo preparaba la cena. Una de ellas le dijo: “Ve a que mamá te quite esas legañas de los ojos”. Él, obediente,  cruzó la casa buscando mi presencia, se plantó delante de mí y esperó paciente a que terminara lo que tenía entre manos para “ladrarme” que le limpiara los ojos. Pero si fuera eso nada más… Quienes tenemos animales de compañía (y lo sabemos) no necesitamos que ningún científico nos corrobore que ellos saben nuestros estados de ánimo, a veces, incluso mejor que nosotros mismos; que, por extraño que parezca, conocen la hora exacta de la salida del trabajo de los miembros de la familia a la que pertenecen y que, desde ese preciso momento de la salida, ellos se disponen a esperarlos en la misma puerta de la calle, sin importarle si tardaran una hora en llegar, para festejar su venida como si no hubiera un mañana. Y eso cada vez que se sale o se entra de casa. Nosotros sabemos que no sabemos por qué extraña “clarividencia” ellos sí saben quién de la familia lo sacará a pasear ese día: apenas termina de cenar busca exactamente a la persona que esa noche lo lleva de paseo, teniendo en cuenta que somos cuatro quienes lo hacemos… estoy por ponerle unos cuantos números delante y animarlo a que me resuelva la vida con una bonoloto.

Quiero convencerme de que el que yo le dedique, al menos una vez al año, un artículo a nuestras mascotas no va a ser clamar en el desierto, o sea: “sermón perdido”, quiero pensar que a fuerza de escuchar las bondades de esos animales habrá quienes se conciencien  de su inhumanidad, o les darán la oportunidad de que sigan ofreciéndoles su lealtad, su fidelidad y su amor sin límites pese a  las responsabilidades que conllevan tener un perro. Pero es tanto lo que dan por tan poco como piden. O, en el peor o mejor de los casos, tendrán en cuenta, desde el principio, que no son capaces de asumir esa carga y jamás comprarán o aceptarán cachorros, ni por los llantos de sus hijos, de los que luego se desharán sin  menor regomello.

Yo me siento la reina del mambo cuando viene hacia mí y se sienta sobre mis zapatos, es cuando puedo estar completamente segura de tener a un macho fiel a mis pies.

 

 

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