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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Sueños marchitos

De la terraza, en el ángulo soleado, de su dueño, seguro, olvidada, silenciosa y cubierta de arena, veíase la planta. Quizá, como expresa el poema de Bécquer sobre el arpa, que he parafraseado, la pequeña maceta también guarda en su barro, o en sus hojas ya secas, la memoria de la mano artesana o industrial que la hiciera o la de quien depositara en ella la vida a través de una mata. Aunque en este caso ya no espere la mano de nieve que la refresque, le dé a beber el chorrito de agua que pueda salvarla o la aliente a reverdecer sus hojas para alegría de los habitantes de la casa. Habitantes que la olvidaron, al término de sus vacaciones como si la vida tuviese que cortarse o parcelarse en apartados estancos, diferentes e independientes, como si fuésemos unos en la ciudad y otros diferentes en nuestros lugares de veranero y no quisiéramos llevarnos ni el trabajo a la playa o al campo, ni nada de esos lugares a la ciudad. Aunque, por otra parte, en qué lugar de la maleta meteríamos esas plantas compradas solo para adorno del espacio dedicado al tiempo estival. No duele dejarlas abandonadas a su suerte, al calor, a la arena que el viento trae desde la cercana playa, a la sed… Se las deja agonizar lentamente, al igual que hacemos, tantas veces, con la vida, con los talentos recibidos, con las esperanzas, con los sueños. Se nos pasa el tiempo de regarlos con el agua de las ilusiones juveniles y se les deja secar en el alma al sol de las decepciones, o de las necesidades imperiosas. Cuántos sueños adolescentes viéndose de enfermeros, diseñadoras de joyas, arquitectos, maestras, médicos… devenidos en otras profesiones dignísimas pero nunca soñadas por ellos. Cuántos padres presionando a los hijos para que sean aquello que ellos no pudieron ser, para que vivan los sueños que ellos no pudieron vivir, bailarina, futbolista, abogado… sin tener en cuenta que al imponer sus sueños están privando a sus hijos de vivir los suyos propios, generando una cadena atávica de sueños frustrados. Cuántos jóvenes organizando, desde su adolescencia, su vida: “a los treinta y cinco años tendré dos hijos, una casa, un coche…” sin contar que no siempre soñar es sinónimo de conseguir. Y se ven ahora sin trabajo, viviendo en la casa de sus padres, sin expectativas de poder formar una familia y, lo que es peor, sin ánimo de seguir soñando… O mujeres que cifraron su felicidad personal en tener hijos que jamás vinieron… Y la maceta playera viene de nuevo a ser metáfora de todos los brotes verdes que dejamos secar en el alma.

 

Podríamos pensar, como García Márquez, que “En verdad hay sentimientos que es mejor que se queden en lo platónico; y es mejor recordarlos así, irreales, inacabados, porque es lo que los hace perfectos”, sin embargo, yo creo que lo único que puede hacer perfectos los sueños sin realizar es cambiar la mirada que se tiene sobre ellos y tratar de vivirlos en el plan B, C o, incluso, el D. Creo que la grandeza del ser humano consiste, como alguna vez escuché no sé bien dónde, en agarrar los limones que siempre, antes o después, nos da la vida y lograr sacar la mejor limonada posible.

 

Descubrir en nosotros habilidades insospechadas para esos trabajos que, al final, son los que nos dan de comer; disfrutar de la amplia maternidad que nos regala la Vida a través de sobrinos, alumnos, conocidos; agradecer el techo y la comida que se recibe aunque no sea el planeado…

 

Creo que se nos puede perdonar dejar secar alguna maceta, pero nunca dejar de comprar flores allá donde estemos o sustituir de continuo las plantas que se nos sequen o que dejemos secar. A fin de cuentas, aunque los sueños cambien, no hay que dejar de perseguirlos. Benedetti lo resume genial en esta estrofa: “No te rindas que la vida es eso,/ continuar el viaje,/ perseguir tus sueños, / destrabar el tiempo,/ correr los escombros y destapar el cielo.” Puede que se baje la guardia en algún momento, pero “Vivir la vida es aceptar el reto”.

 

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