Todavía con los ecos del villancico que nos recuerda que, al contrario de lo que ocurre con la Nochebuena, que se viene y que se va, nosotros nos iremos y no volveremos más, arrancamos las últimas hojas de dietarios y calendarios, y nos ponemos sobre la mesa viejos propósitos renovados inútilmente cada nuevo año como si tuviéramos mil vidas para acometer tantas veces el intento. Cantamos el villancico como si cantásemos el tiempo que nos hace, sin apreciar que, cada vez, tenemos menos tiempo para propósitos y para vivir.
Quién me iba a decir a mí que este año se llevaría con él a mi padre, que varias amigas enterrarían al hombre de sus vidas o, peor aún -porque el ser humano está preparado para enterrar a los padres, pero no a los hijos- que otro par de ellas lo harían con sus hijos: dos hermosas promesas de vida de treinta años.
Sí, ya sé que son fechas muy jaracandosas, pero no por eso la gente deja de morirse o lo ha hecho recientemente o agoniza en hospitales y eso cambia la visión que sus dolientes tienen de estos días tan señalados en donde parece que cabe “muncho” amor, pero poco dolor y menor espacio para expresarlo y para escucharlo.
Hay que ver…, cuando se es pequeño, las ganas tan absurdas que se tienen de crecer, de que corran calendarios… Hay que ver cómo soñamos y proyectamos, la mayoría de las veces nuestras vidas milímetros a milímetro: cuando tenga tantos años, me casaré; tendré hijos años después; me compraré un coche; una casa en la playa… Y luego la vida se encarga de confirmarnos esos planes o de desbaratárnoslos por completo. A veces logramos aquello que nuestra mente infantil planeó para nuestro adulto de manera casi rodada, otras, buscando aquello que creíamos que nos daría la felicidad, terminamos en otros derroteros, absolutamente diferentes pero, mire usted por dónde, resultó ser lo que en realidad nos llenaba y nos proporcionaba la felicidad; y otras veces… ni por asomo logramos dar con el camino o la puerta que nos conduzca a un amor verdadero, a una estabilidad económica, a una seguridad tranquilizadora. Aun así, el adulto en el que nos convertimos, sigue conteniendo al niño que fuimos, aunque nada tengamos que ver ya con el de esas fotos que muestran unas caras vírgenes de muescas peleadas a la vida, sigue ahí, aguardando, anhelando en cada final de año elaborar una lista que le permita sentirse mayor y dueño de su vida y de su tiempo. Lo que ocurre es que el adulto que ya lleva muchas Navidades y pocas “nochesbuenas” (perdóneseme el chiste fácil) no está por la labor de filosofar a final de año, a fin de cuentas los finales de año son para eso, para hacer proyectos que pocas veces llegaran a buen puerto, para pasar “muuucho” frío vestidas de tirantes, porque así lo impone la moda, bailando con lobos y otros animales hasta el amanecer, para comer más dulces que nuestra sangre puede eliminar… y para quejarse de los kilos engordados en apenas quince días. Todo lo demás se diluye como sal en el agua. A fin de cuentas, es una noche para pasárselo bien porque “la Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más”. Aunque nadie piense lo que canta. Y nuestras vidas, como diría J. Manrique, corren, corren como ríos para llegar al mar “que es el morir”. Pero quién piensa en eso frente a una pantalla de televisión conectada con la “Puerta del Sol” de Madrid, doce uvas en una mano y una copa de cava en la otra, o frente a un menú de escandaloso precio y mucha música ruidosa. La Nochevieja es para pasarlo bien, comer, beber, bailar… así que, por favor, aquellos que se encuentren doloridos que se mantengan a una distancia prudente del mundo para no contagiarlo con su amargura.
Entretanto, el resto de afortunados que se despreocupen por lo que pueda engordarles la comida, después de todo “solo una vida y tallas hay muchas”. Feliz 2018.