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Ana María Tomás

Escribir es vivir

“Por una mirada…”

 

Durante años, en Semana Santa, he visto desfilar por las calles de mi amada ciudad de Jumilla, entre otras muchas imágenes, una que representa la “Negación de Pedro a Jesús”. Nunca fue una imagen especial para mí o que moviera mi interior a algo más que a observarla en su belleza plástica. Sin embargo, en uno de los actos de la cofradía, a la que pertenece dicha imagen, previos a la Semana Santa, la posición desde donde yo estaba situada era justo el punto de mira que el escultor había proyectado para los ojos de la imagen de Jesús. No me di cuenta de ello hasta que, en un momento dado, levanté la mirada y me encontré, no con la obra de arte que había plasmado el escultor, sino con un rostro que expresaba una profunda tristeza, una intensa decepción, una penetrante amargura y, a la vez, una infinita comprensión y un amor que está más allá de cualquier palabra. Me sorprendí a mí misma con un escalofrío, ¿cómo puede el arte expresar de tal forma tanto sentimiento humano? En esa expresión de un rostro inanimado… en esa mirada irreal de amargura y, al mismo tiempo de amor, reconocí otras humanas… la de tantos padres ante la ingratitud de sus hijos; la de hijos ante el abandono de sus padres; la de parejas ante la infidelidad de su cónyuge; la de amigos ante el trato injusto recibido…

 

Decía Bécquer que “Por una mirada un mundo”. Y es cierto: un mundo por una mirada de inocencia, esa que perdimos en algún momento de nuestra vida entre la infancia y la juventud; un mundo por la primera mirada de amor de una madre a su hijo recién nacido; un mundo por la de complicidad entre una pareja; por las educativas de los padres a sus vástagos; un mundo por todas esas dispersas ardientes, chispeantes, intensas, transparentes, simpáticas, profundas… y siempre amorosas repartidas por doquier; y hasta por aquellas que se niegan arrepentidas, avergonzadas, humilladas, culpabilizadas ante uno mismo… Un mundo también por las tristes que imploran con más fuerza que las palabras, por las vacías perdidas en un horizonte inexistente; por las que suplican; por las que piden permiso para hablar, para actuar, para vivir… Y un mundo… pero para olvidar por aquellas cargadas de ira, de odio, de venganza, de resentimiento, de criminalidad… Definitivamente los ojos son el espejo del alma, y aunque en numerosas ocasiones pongamos telas de disimulo para cubrirlos, tarde o temprano terminan mostrando al mundo la verdad que se asoma a ellos.

 

“Si las miradas mataran…” solemos decir porque, efectivamente hay miradas que lanzan proyectiles, “el mal de ojo” que llamaban nuestros ancestros no hace tanto, capaces de acoquinar al más “pintao”, pero también hay otras de las que se habla menos llenas de amor, de comprensión ante la decepción, la ingratitud, la injusticia… Miradas que amasan en los ojos la intensa tristeza junto con una gran capacidad… no ya de perdón, sino de entendimiento ante la debilidad humana, de amorosa comprensión que justifica hasta lo más injustificable (hace apenas unos días una madre se interponía entre la policía y su hijo, al que venían a detener por darle una paliza, precisamente, a ella).

Miradas que encierran tanto amor que, al igual que Pedro al encontrar la de Jesús, cambian el rumbo de la vida del depositario de esa mirada. Miradas que, aun en el muerto cristal puesto a una talla de madera, son capaces de sacudirte, de hacerte pensar, como en el poema de Pemán al “Cristo de la Buena Muerte”: “¿Quién pudo de tal manera/ darte esa noble y severa/ majestad llena de calma?/ No fue una mano: fue un alma/ la que talló tu madera.” Un alma que parece imprimirle una parte de ella misma a la obra para que, un día cualquiera, cuando otra, creyente o descreída, cruce su mirada con ella, sienta el regalo de un escalofrío en el cuerpo que la lleve a plantearse las veces que se vuelve la mirada para no ver tantas cosas que nos impedirían continuar viviendo como si nada.

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