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Ana María Tomás

Escribir es vivir

“Busca lo más vital”

 

La organización “International Animal Rescue” publicó, hace unos días, en Facebook un vídeo que grabó en 2013 -¡casi nada!-, en donde puede verse el doloroso e impactante enfrentamiento de un orangután contra una máquina excavadora que está devastando su hábitat. El paisaje es desolador, árboles caídos y destrucción por doquier. Las imágenes, que pertenecen a Borneo en Indonesia, son un puñetazo en el alma de cualquier ser humano con un mínimo de conciencia, aunque, en este caso muestre más conciencia un orangután que un hombre. El orangután trepa por un árbol caído para situarse a la altura de la pala de la máquina en un desafío desigual; intenta librar sus ferrosos dientes pasando por debajo de ellos pero pierde el equilibrio y cae sobre un mar de ramas despedazadas, tantea entre ellas algún resquicio donde refugiarse sin conseguirlo. Inmediatamente, un obrero dispara sobre él un dardo somnífero. El animal, debilitado, intenta aun así levantarse para volver a la carga pero cae finalmente desplomado y vencido ante su enemigo.

 

Lo primero que sentí ante tamaña salvajada fue una ternura tremenda por aquel animal desesperado que entendía perfectamente el daño que aquel mastodonte de hierro estaba causando a su hogar. A continuación mucha impotencia. Después rabia. No concebía por qué aquellas imágenes no habían inundado en su momento, hace ya cinco años, las pantallas de todos los televisores, las retinas de los ojos de medio mundo…, cómo no se había hecho nada para detener esa destrucción masiva y feroz que ha mermado hasta límites brutales la población de los orangutanes y lo que es más importante la desforestación de una selva en aras de oscuros intereses económicos. Pero claro, esas imágenes no dejan de ser unas más a las ya clamorosas y conocidas de las innumerables catástrofes producidas a nuestro Hogar por el ser humano: océanos inundados de plásticos, y animales que mueren prisioneros de él; superexplotación de los recursos de la Tierra; bosques quemados; tráfico de seres humanos; corrupción por doquier…

 

Estamos tan acostumbrados a asistir, impasibles, a la continua destrucción de nuestro planeta que apenas si detenemos unos instantes la mirada para mirar sin ver imágenes que atestiguan nuestra degradación absoluta como seres humanos en pro de unas ganancias económicas cada vez más ambiciosas.

 

Y lo peor de todo es que en esa pérdida de valores generalizada culpamos siempre a los demás. Culpamos, sobre todo, a los políticos, a todos, y metemos en el mismo saco, sin pudor alguno, a corruptos y a hombres y mujeres que están entregando su tiempo, su vida y hasta su convivencia familiar en aras del bien común, mientras que muchos de los que andan vociferando no tienen ningún regomeyo en no pagar el IVA de sus facturas, estafar en su trabajo o llevarse material vario para uso personal o familiar, dependiendo de cuál sea su faena.

 

Culpamos al mundo de lo que vemos que no nos gusta, pero si el mundo va como va dirigido por hombres que vienen de cuando se educaba, mucho más que ahora, en valores… cómo será el mundo futuro cuando los hombres y mujeres del mañana son nuestros niños de hoy, esos que jaleamos en casa cuando descalifican a maestros y profesores, los mismos a los que apoyamos cuando conocemos que acosan a otros niños en lugar de educarlos en el respeto, la tolerancia, la igualdad, la consideración… esos niños que nos ven pelearnos y agredir a los árbitros que vigilan sus partidos o a padres de niños del equipo contrario. Son los niños que criamos en la opulencia, la falta de respeto, la cultura del no esfuerzo. Niños que convertimos en tiranos concediéndoles cuanto sus bocas piden. Pero no, la culpa no es nunca nuestra, ni de ellos, es de los demás. En eso somos expertos, en negar la propia responsabilidad. Es sostener que los conflictos nos quedan demasiados lejos como para poder hacer algo. Y, por supuesto, mucho menos para culpabilizarnos por ellos.

 

Cabe preguntarnos si ante semejante presente es posible, todavía, un lugar para la esperanza. Pensemos que sí. La búsqueda de las utopías ha sido siempre una constante en la humanidad. Pese al desengaño actual, a la frialdad en las relaciones humanas cada vez más tecnológicas y con menos corazón, pese a haber descubierto que no existen las Arcadias, siempre hay un lugar para la esperanza y para seguir confiando en una parte del ser humano. Incluso en el peor acto de indignidad que seamos capaces de imaginar, estoy segura de que siempre habrá unos ojos inocentes, vengan de un ser humano o de un animal que nos tocarán el alma y nos harán recordar que para vivir es suficiente buscar, simplemente, lo esencial. Y eso nos lo da “Mamá Naturaleza”. Claro está, si no la asesinamos antes.

 

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