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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Sentidos: vista

 

Hacía tiempo que no nos veíamos. Nos reencontramos en una cena de amigos y sentí alegría al verlo tan –aparentemente– bien y así se lo hice saber. Él dibujó una mueca indicadora de un cierto escepticismo; después me dijo que estaba ciego de un ojo, que se había operado de cataratas y lo habían dejado como un cíclope para el resto de sus días. Mi sorpresa primera dejó paso a la consternación. «¿Cómo que te han dejado ciego?», atiné a decir. Casi sin dar tiempo a sus respuestas, mis preguntas salían atropelladas: que si el problema había provenido de su organismo, de un error médico, o por qué una sencilla operación de cataratas lo había dejado tuerto, o cómo iba a ser su vida a partir de ese imprevisto… Porque quedaba claro que le habrían cambiado las expectativas… A medida que él desgranaba respuestas, mi impotencia iba en aumento, contrastando con su aparente tranquilidad y aceptación de lo que le estaba tocando vivir.

«Todavía puedo ver esa primera impresión al echarme a la cara a alguien», me dijo guiñando su único ojo útil. Y entonces me vino a la mente mi querido tío abuelo Juan. Él quedó ciego apenas unos meses después de casarse y envejeció manteniendo en su retina la imagen de una mujer que jamás perdió su lozanía. Cuando mi tía era una anciana surcada de arrugas, me confesaba la coqueta e íntima felicidad que le producía saber que en la mente de su marido persistía invariado el rostro de aquella joven apenas veinteañera. Y me acordé de las veces que él me aseguraba que lo esencial de la vida solo se podía ver con los ojos del corazón y que en esos él atesoraba la mejor vista del mundo. Les confieso que a estas alturas de mi vida albergo dudas de si mi tío plagiaba a Saint Exupéry o fue el escritor quien escuchó a algún ciego hablar de las cosas importantes que pasan por nuestros ojos –los del cuerpo y los del alma– para poner en boca de un zorro (personaje de El Principito) un importante secreto: «No se ve bien si no es con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos».

Me decía mi amigo –‘el cíclope sobrevenido’– que le resultaba descorazonador comprobar que aunque sabemos que «la belleza está en los ojos de quien la mira» seguimos poniendo fealdad en tantas cosas miradas que impedimos que la verdadera belleza de lo observado nos penetre por los ojos del corazón. «¡Ah!, y no te vayas a creer lo de «ojos que no ven, corazón que no siente». No hacía falta una explicación sobre su razonamiento. Estaba claro. Me conmovía verlo sintiendo y valorando las cosas mucho más que cuando disfrutaba de una visión ‘a dos bandas’. No cabe duda de que carecer parcial o totalmente del sentido de la vista puede resultar una desgracia, pero también es cierto que muchos que disponemos de esa visión completa somos incapaces de apreciar las maravillas que nos rodean y pasamos por la vida con una orejeras que nos obligan a ir mirando al frente, aunque ya… ni eso. Los móviles se han apropiado de toda la visión de las cosas hermosas que pudieran salirnos al paso. Hemos sustituido nuestros ojos por la pantallita del aparato y ya sobrevivimos incapaces de disfrutar de nada guardándolo en el archivo de nuestra mente, de nuestros recuerdos. Si no lo almacenamos en la memoria del móvil, si no lo hemos grabado o fotografiado, es como si no hubiera existido. Nuestros hijos desconocen el sano placer de contemplar un soberbio paisaje sin más herramienta para hacerlo perenne que nuestra retina, o disfrutar de un concierto veraniego sin más álbum para guardar los recuerdos que la memoria de nuestro cuerpo y de nuestra mente. Una memoria, por otro lado, no necesitada de tarjetas de espacio o móviles de última generación.

Puede que para mí, lo ocurrido a mi amigo resulte una mala jugarreta de la vida. Pero quizá ocurra –me apoyo en William Faulkner: «Lo que se considera ceguera del destino es en realidad miopía propia»– que él no considere ciego al destino que lo ha dejado ciego de un ojo; quizás porque eso le ha aportado toda la visión que puede dar un ojo de su corazón, suficiente para complacerse con la belleza realmente esencial de las cosas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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