“¡Ay, que te como y te como!, ¡Ay, que te voy a comer!” Dice una popular sevillana para indicar que, cuando alguien nos gusta mucho, nos lo comeríamos. Es lo mismo que pasa con nuestros hijos, que de pequeños son tan ricos que nos los comeríamos, y luego, de mayores, nos arrepentimos de no haberlo hecho.
Con la comida disfrutamos del sentido del gusto. Y le damos tanta importancia a este sentido que no hay acto social que se precie que no incluya una buena comida en sus variadas formas de tapa, banquete o fiestorra pantagruélica. Aunque, en esto de meter pitanza entre pecho y espalda, bien es verdad que tanta civilización nos priva de saborear algunos alimentos compartiendo su disfrute con todos los sentidos. Porque, a ver, como dice mi amigo Gustavo, me van a decir ustedes que es lo mismo pinchar con el tenedor un trozo de tomate partido de manera aséptica en un plato, después de haber estado horas en un frigorífico y, probablemente, cultivado en un invernadero y fuera de temporada, que comerse un tomate a temperatura ambiente, en su época de cosecha, una buena mañana en un bancal, rodeado de tomateras, tras haberlo seleccionado cuidadosamente con la mirada entre otros muchos, acariciar su piel lisa con la mano para eliminarle algún resto de tierra, sentir su tacto en los labios al besarlo justo antes del mordisco mientras resbala por la barbilla el jugo fresco hasta chorrearnos el pecho, escuchar el chasquido al hincarle el diente y el consiguiente sorbitón del fragante líquido… todo eso inundando la nariz con tan penetrante olor mientras que el gusto disfruta con la boca inundada de tan sabroso caldo mezclado con la suave pulpa y las bailarinas pepitas… ¡Por Dios, por Dios! y si a todo eso le añadimos una miajica de sal… vamos, gloria bendita. O sea, nada que ver con el pinchar un trozo de tomate del plato.
Los sabores, como los olores, tienen la llave maestra para abrirnos recuerdos cerrados por mucho tiempo, incluso por comparación negativa. Una amiga mía me decía que cada vez que cocinaba lentejas se acordaba de su madre. Y no precisamente porque se las recordara, sino todo lo contrario, no lograba entender cómo le salían tan ricas a su madre, y tan malas a ella. Yo me precio de ser una buena cocinera, aprendí de mi madre que la comida es alquimia pura, que materiales tan rústicos como la harina o el aceite, mezclados sabiamente con la piedra filosofal del amor son capaces de convertirse en un rico pastel dulce, o en una contundente y sabrosa gachamiga. Y, aunque es verdad que hay comidas a las que les doy casi el mismo toque de sabor que ella, también hay otras en que no lo logro. Y mira que las hago como ella, ¿medidas? un chorrico de aceite, un puñaico de tal o cual cosa, una pizquica de sal, un polvico de pimienta, una puntica de esto o de aquello… todo igual, pero sus dedos guardan una medida de amor que quizá yo aún no he alcanzado. Mis hijas se rebelan ante tales formas de calibrar ingrediente y especias pero yo sé que si les diera como medida… pues no sé, una cucharadita de café, de postre, sopera… se perdería el secreto de la alquimia de la familia. Porque ese secreto está en el cuenco de las manos de mi madre…, en la vista, en el tiempo, en la paciencia… en el fuego. Las prisas, la distancia del trabajo a casa y la falta de tiempo imponen sofisticados aparatos de cocina que fagocitan alimentos y los preparan eléctricamente para vomitar más tarde una especie de comida que en nada se parece a la que cocinaban nuestras abuelas con sarmientos o carbón, pero esto es lo que hay. Y esto, ¡por suerte!, es lo que tenemos.
Afortunadamente, no solo acercamos hasta nuestros labios alimentos que nutren nuestro cuerpo, nos alimentamos también el alma con los besos que les damos a quienes amamos porque, como dice la canción de Víctor Manuel: “Nada sabe tan dulce como su boca…” a veces, ni la mejor comida preparada por nuestras madres.