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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Sentidos: tacto

Uno de mis primeros recuerdos con respecto al tacto es el de sentir las manos de mi madre ahuecándome los rizos con una mano y con la otra intentando sujetarme un hombro para que me mantuviera quieta. Le sigue en intensidad otro que me trae las huesudas y ancianas manos de la hermana de la madre de mi abuela acariciándome la espalda y contando los huesos salientes de mis vertebras, mientras yo me balanceaba en su halda, para conminarme a comer más. Me detengo apenas unos instantes en buscar recuerdos táctiles en mi memoria y me vienen en tumulto, como las cerezas, enredados unos en otros, que me hacen comprender la importancia del tacto en mi vida o la ausencia de él. Ahora, por ejemplo, se aconseja tomar en brazos al bebé todas las veces que sea necesario para evitar que llore o interrumpa el sueño, sin embargo, mi abuela y todas las mujeres de su generación mantenían la idea de que a los hijos había que tocarlos poco y tomarlos en brazos menos porque se acostumbraban y luego no dejaban trabajar. Teniendo en cuenta que tenían que hacer desde la masa del pan que comían hasta lavar toda la ropa de la familia a mano a mucha distancia de la casa, acarrear el agua para todos y ayudar a sus maridos en las tareas del campo, pasando por otra mucha intendencia casera… era normal tener ese pensamiento, pobre madres… por suerte, la alimentación era casi únicamente de sus pechos y ese contacto, si no suplía a otro, al menos aminoraba un tanto la añoranza.

 

Tristemente se ha podido comprobar que los huérfanos que fueron “liberados” en Rumanía, tras la caída de Ceausescu, de terribles orfanatos en donde jamás se les tocaba “han desarrollado serios problemas emocionales como depresión, esquizofrenia, trastorno bipolar y otras enfermedades mentales, sumadas también a una serie de dolencias físicas”. Tal es la importancia del tacto.

 

La piel es el órgano más extenso que tenemos y por tanto a través de ella y de su tacto podemos experimentar numerosas sensaciones. En un solo centímetro cuadrado de piel hay más de cinco mil receptores sensitivos que envían información instantánea al cerebro que es el que decide cómo actuar en base al estímulo. Porque hay que tener en cuenta que un mismo estímulo en según qué ocasiones puede desencadenar una reacción u otra. Por ejemplo, imaginen que están viendo una película romántica con su pareja y, en un momento determinado, nos toca el brazo… la sensación que tendremos variará notablemente si ese mismo gesto nos lo hace en mitad de una acalorada discusión.

 

Los dedos, el tacto, son los ojos de los ciegos, a través de ellos leen y son capaces de percibir rostros y objetos. Y a través de una primera impresión de estrechar una mano podemos hacernos una idea de la persona que tenemos dependiendo de la energía que imprima a ese apretón, de la calidez, de la forma.

 

Tocar es algo instintivo aunque la educación y la cultura nuestra nos hayan reprimido hacerlo porque eres un “pulpo” o una “calentorra”. Sin embargo, tocamos, nos tocamos unos a otros mientras hablamos, mientras comemos, mientras nos saludamos… y las yemas de los dedos nos envían un mensaje directo a la mente para decirnos que todo va bien o que… extrañamente nos ha huido al contacto, o hemos sentido una frialdad desconocida al pasar la mano por su hombro. Pero tocamos. Seguimos tocando. Algunas tiendas de regalo están plagadas de letreritos donde se nos exhorta a “no tocar”. Y llevamos fritos a los artesanos ambulantes porque no hay pendiente, colgante, piedrecita o pulsera que no manoseemos uno tras otro para terminar no comprando nada.

 

Necesitamos tocar para acariciar más allá de la piel, “apapachar” es una palabra preciosa que se utiliza en México para decir que se acaricia con el alma porque muchas veces, cuando decimos “estoy bien” lo que queremos es que alguien nos mire a los ojos, nos sonría, nos abrace apapachándonos, y nos susurre al oído: “Yo sé que no es verdad, pero conmigo puedes permitirte estar como quieras”.

 

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