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Ana María Tomás

Escribir es vivir

El ladrón de jazmines

Mi madre no puede ver los jazmines ni de lejos. No es que no le gusten o sea alérgica a su aroma. Simplemente, no puede verlos porque rompe a llorar como una magdalena. El llanto no le viene de antiguo, sino desde que mi padre fue llamado para que siguiera esparciendo su bondad y su amor allá arriba. Y porque, desde siempre, en la época estival, él se levantaba antes del día para poder pasear por las calles adyacentes al domicilio playero buscando los jazmineros que ofrecían su flor más allá de las lindes de la casa a la que pertenecían y regalaba –o se dejaba robar por los transeúntes madrugadores– un puñadito de sus flores.

Uno de esos ladrones de jazmines era mi padre. Había que verlo aparecer luego por casa con esa sonrisa pícara de un niño que sabe que ha hecho una travesura perdonable y le ofrecía a mi madre un ramito pequeño y oloroso que ella ponía en un vaso con agua.

Este es el primer verano sin jazmines en casa, y sin mi padre. Hace poco intenté emular su acción y también tomé, con permiso del jazminero, unas ramitas de sus fragantes y blancas flores para mi madre. Tuve la precaución de avisarle mientras entraba de que había sido un impulso con toda seguridad inspirado por mi padre, así que era él quien se las enviaba, pero se puso a llorar con tal desconsuelo que yo dudaba si comérmelas allí mismo para hacerlas desaparecer cuanto antes.

Todos llevamos en el zurrón biográfico experiencias similares con algún ser amado: una comida determinada que nos esperaba en casa de nuestra madre en algún día concreto; las expectativas que nos creaban nuestros abuelos antes de llevarnos a algún lugar común, y a veces hasta sin encanto, pero que ellos hacían sumamente extraordinario y mágico con su presencia y sus palabras; la generosidad de la pareja a la hora de sacar la basura, algo tan cotidiano, tan normal, tan absurdo, tan… es su tarea, que solo lo apreciamos cuando ellos ya no están y el cubo de la basura nos mira esperándonos; traer el pan caliente todos los días a la hora de la cena; preparar la mesa y la comida amorosamente y esperarnos sentados en ella sin probar bocado hasta que llegamos, por tarde que sea; mantener impolutos los armarios, los vestidos, las camisas para nosotros; reponer el papel higiénico; llegar a casa con un dulce para el café o un helado; hacernos la cama; sostener un libro entre las manos de una manera determinada; mirar por encima de las gafas para indicarnos algo que no nos gusta oír…

Gestos que una vez definitivamente ausentes las personas que llenaban nuestra vida con esas pequeñeces amorosas, o, simplemente, usuales características de ellos, durante mucho tiempo no podemos repetirlas o nos encoge el corazón el hacerlo, pero que, pasado un tiempo –al menos eso aseguran quienes ya lo han vivido así–, el dolor se convierte en una ternura que te hace sonreír al rememorarlo. Mi padre, por ejemplo, fue un niño de la guerra, pasó mucha hambre –habitual durante aquellos años–, así que solía pelarnos los melocotones con tal arte y tan finamente que la piel eliminada podría haber pasado perfectamente por papel de fumar. En consecuencia, cuando nos veía a nosotros desperdiciar medio melocotón con la piel se lo llevaban los demonios. De momento, este verano, yo solo puedo lavarlos y comérmelos con piel (con pelusa incluida). Soy incapaz de pelarlos sin que me resuenen las palabras de mi padre. Imagino que cuando vuelva a hacerlo lo haré con tal cuidado que allá donde esté sonreirá con gozo.

Vivimos rodeados de pequeños gestos amorosos que nos pasan inadvertidos por cotidianos y sencillos, pero que nos unen eternamente a quienes merecieron nuestro amor en vida y seguimos venerando tras su muerte.

La pena: los infravaloramos. Los tenemos incorporados a nuestra rutina y reducidos a ordinarios hasta que su dolorosa ausencia los hace brillar como extraordinarios.

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