Se pone en contacto conmigo una madre y me pide que grite a través de mi ventana su dolor. Es una mujer a la que no conozco de nada, pero la sintonía del corazón de madre late acompasada con cualesquiera madres del mundo.
La escucho. Su dolor sale a borbotones a la vez que sus palabras y sus lágrimas, es un dolor desgarrador que se expande por donde estamos para salir a calles y plazas reclamando justicia, sin embargo, al contacto con la sociedad parece diluirse hasta desaparecer fagocitado por las vacunas de la indiferencia de los demás, pero, sobre todo, de aquellos que podrían de alguna manera aminorarlo, si no impedirlo.
Me habla de su hijo, uno de los cuatro que tiene, un chaval de apenas dieciocho años enganchado a los juegos recreativos desde no podría decir cuándo.
La proliferación de locales de juego en los barrios o cercanos a centros escolares hacen que los jóvenes se habitúen a su presencia como algo normal de su entorno y que empiecen a jugar a una cada vez más temprana edad aumentando el número de chicos adictos al juego de las máquinas tragaperras. No ayudan para nada las “Apuestas deportivas” en donde jugadores estrellas inducen continuamente al juego, ni, desde luego, que presentadores famosos inciten al póker, bingo o ruletas online. Cada vez son más número y con menos años los adictos al juego, los ludópatas que no dudan en robar a sus padres, vender objetos personales o de su familia para lograr unos euros que les permitan seguir apostando, y echar su vida por la borda ante la impotencia y la amargura de sus familias.
Los locales de juego carecen de ventanas y relojes, para que el tiempo se estanque en la podredumbre del juego y los ludópatas no tengan noción del tiempo. Y a menudo regalan una cerveza y dejan fumar dentro. Antros que parecían haber entrado en declive pero que cada vez están más revitalizados con la presencia de jóvenes, adolescentes y apenas niños, como denunciaba hace unos días la prensa de Plasencia: “Un niño de doce años se ha gastado trescientos euros en juegos a través de internet por medio de una tarjeta recargable”, comentaban que era el último caso que les había llegado, pero que eran numerosos.
Los responsables, los dueños, los negociantes de tan lucrativo negocio para ellos como nefasto para los usuarios, buscan lugares para el enclave de sus negocios lo más cercano a zonas donde la chiquillería sea abundante, bien por el paso, bien por domicilio. Me decía esta madre que colindante al instituto de su hijo hay dos para que, eches por la dirección que eches, tengas que sortear la tentación y pasar de largo o caer de lleno. Y que ella peleó con todas sus fuerzas para evitar que, instalado ya uno de esos lugares, no se pusiera el otro. No consiguió nada.
Ella intentaba hacerme saber que el problema de ludopatía de su hijo no era algo como para tratarlo de vicioso, sino como un enfermo, cosa que ignora una gran parte de nuestra sociedad; que el juego es una droga sin sustancia pero que envenena más que la peor de ellas; que su vida es una tragedia griega digna de ser representada en los mejores teatros romanos rescatados al tiempo; que la agresividad de su hijo, la ansiedad, la depresión que sufre, unido al dolor de su familia y a los problemas económicos donde el chaval los ha metido es algo que la sociedad no quiere ver, pero que no por ello deja de existir. Me decía que su hijo era uno de sus mejores hijos, un niño, bueno, retraído, tirando a la depresión y que la pérdida de un familiar lo desquició y lo llevó por desfiladeros asesinos. Asesinos, sí, porque han matado la paz y la salud mental de una familia. Y que quién puede ayudarla en esa enfermedad no reconocida. Que a quién llama en los peores momentos de agresividad de su hijo.
A raíz de esto me enteré de que Murcia es la comunidad que más salones de juego tiene de toda España. Y ante semejante despropósito sólo se me ocurrió decirle que sí, que esparciría su dolor por mis renglones, pero que no se quedara en el lamento, que hiciera lo que ya otras madres habían hecho en otras ocasiones, las Madres de la plaza de Mayo, o las madres de los chicos heroinómanos de Galicia: unirse y señalar con la voz del amor al culpable de las tropelías que les estaban asesinando a sus hijos. Gritarlos ellas al mundo. Los corazones de las madres se sincronizan rápidamente ante el dolor por el sufrimiento de un hijo. Y la voz del amor puede gritar tan fuerte que no hay muro posible que la detenga o la ensordezca.